Al lado de mi casa hay uno de esos centros de formación profesional dedicado a la imagen. En tiempos que algunos de nosotros (los que nos escondemos ciertos detalles) recordaremos, estos centros respondían al cursi y afrancesado nombre de academias de estheticienne. Huyendo de ese cliché (otro galicismo), actualmente este tipo de centros se parapetan bajo curiosos eufemismos, basados en la imagen personal, la psicoestética, la personalidad que aflora al exterior y patatín patatán, argumentos discutibles o no, pero suficientes para convencer a los padres de los numerosos alumnos para pasar por caja, a ver si la/el niña/o aprende una profesión y es una/un mujer/hombre de provecho.
No les debe ir mal, primero por el número de alumnos que monopolizan la acera (a las 9 esperando para entrar, sobre las 11 haciendo la pausa, a la 1 del mediodía comentando la jornada, secuencia que se repite por la tarde), contando con otros indicadores poco ortodoxos para constatar su presencia ahí : colillas, chicles enganchados en la acera (ya hablé de lo que les pasaría en Singapur), restos de latas y bolsas de snacks.
Mayoría de chicas, cercanas a la veintena, lorenas en potencia. Bastantes de ellas con físicos espectaculares, que encima están aprendiendo a explotar justo ahí, y que espero que les sirvan para algo más digno que concursar en reality shows. Algunos varones, con cierta tendencia a un excesivo (y quizás compensatorio) amaneramiento poco o nada disimulado. Otros varones, externos, son los novios de las chicas, que acuden prestos a recogerlas en ruidosas motos o tuneados coches. Que se miran a los compañeros gays de sus novias con aspecto comprensivo y tolerante (pero dejan sus demoledores comentarios para justo cuando den gas por segunda vez, ya en la intimidad de la pareja sola en el vehículo).
Fuman, dije, y sigo diciendo. Tanta clase les da stress. Tanto profesor empeñado en explicar teorías que hablan de óvalos de cara, de estilos visuales, de tendencias, de paletas de colores. Yo no me imagino a Francisco J. De Lys fumando en la puerta de su edificio. Puede que me lo imagine, clara influencia mixta de las temáticas de sus libros y de mi reciente tendencia a revisitar pasajes de Velvet Goldmine, fumando en pipa, con un fulard al cuello y ropa ligeramente anacrónica. Puede que lo imagine fumando en pipa (me gusta el olor de tabaco de pipa, pero esto no debería salir de aquí),que es una estampa que siempre he asociado a ciertas corrientes literarias (igual que a otras les asociaría el consumo de absenta o de heroína por vía intrevenosa). De hecho, esta mañana, haciendo la cama de mi hijo (al que le he prorrogado el período de carencia para que muestre su madurez haciéndosela él solito), pensaba en viejos marinos asomados en cubierta, con pipas humeantes y mirada expectante, y eso me ha recordado que debería leer Moby Dick de una vez por todas. Vaya, que poco imaginativo, o mejor dicho, que poco originalmente imaginativo. Menos imaginativo, pero más real, es proyectarme a mí mismo sobre este teclado, que huele a nuevo, envidiando el extenso conocimiento que De Lys tiene acerca de la historia de esas calles y esos muros y esos barrios que compartimos, aunque sea en errar por ellos en busca de sombras y estéticos contraluces. Y es común que envidie a la gente que ha tenido la paciencia con la historia que a mí me faltó, en mis estudios, y la curiosidad que me falta, en mis gustos. Repaso con mi hija sus lecciones de historia (anda por el dominio árabe y la reconquista y la escuela de traductores de Toledo), y me veo descolocado. Y leo comentarios de 6Q, y lo mismo (y técnicamente ha tenido el mismo tiempo que yo). Así que pienso que, al menos para compensar, devorar libros de Kapuscinski me pone al día (al día, pero véte a saber de qué década), primero de Etiopía, antes de Angola, ahora de la URSS. Hará falta que Kapuscinski viniera a Catalunya para que yo me entere de lo que pasó por aquí.
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