Para los que éramos conscientes de nuestra existencia el 11 de septiembre de 2001 ver un avión surcando el cielo a baja altura nunca será lo mismo. No creo que seamos pocos los que interpretamos esos hechos como circunstancias clave en el devenir de la humanidad, no porque representaran un cambio sustancial de ninguna situación, sino porque nos alertaban de una cierta sensación de surpasso. Se nos había perdido el respeto a los de Occidente. Y como todas las cosas que uno se otorga inmerecidamente, ha sido imposible recuperarlo. Hasta entonces los talibanes gobernaban Afganistán y nos poníamos las manos en la cabeza durante una parte razonable de rato porque ejecutaran en estadios, pasearan en rancheras Toyota armados con AK-47 y maltrataran a mujeres de las cuales tardábamos unos minutos en olvidarnos. Pero las cuotas funcionaban, con nuestras ONG comandadas por barbudos progres que aquí nos molestarían bastante, pero que actuaban en defensa de intereses lejanos, lo cual nos reconfortaba a la par que nos mantenía ajenos y calentitos.
Pero las torres cayeron y la sensación a ido cuajando año tras año.Y esta semana la imagen ha sido la de dos milicianos de ISIS arremetiendo, mazas y sierras radiales en mano, contra dos estatuas de los asirios, de hace más de 25 siglos. Estatuas blancas, impolutas, solemnes, que estaban en el museo de Mosul. Dicen, reproducciones de originales que están a buen recaudo. Imposible discernir si es así, pero poderosa imagen que representa otra vuelta de tuerca más en el desafío. Porque, acostumbrados al show semanal de rehenes decapitados o quemados vivos, que, a costa de su frecuencia y su previsibilidad ha empezado a interesar sólo por las circunstancias puntuales (países de procedencia, situación familiar, motivos de su presencia en zonas tan calientes), los integristas han pasado a atacar otros de los iconos de nuestro mundo de esperanzas y oportunidades: la engañosa sensación de perpetuación de la especie que nos otorgan las obras de arte. Otra cuestión en la que la hipocresía de Occidente me deja patidifuso. Podemos destruir edificios para poner otros más grandes y modernos, podemos dejar que la gente tire libros a la basura y los ejércitos del reciclaje los conviertan en pasta de papel al día siguiente. Podemos dejar los cuadros de caballos a la luz de la luna en el contenedor de la basura cualquier noche en nuestro barrio. Pero nos escandalizamos si los nazis queman unos libros o si los talibanes se cargan unas estatuas. No soportamos el simbolismo de ese hecho. Las personas son sustituíbles: podríamos clonarlas y no lo hacemos. Pero el arte; con qué vamos a llenar los mensajes que enviamos al Universo sino es con nuestra aportación eterna. Para qué gastamos en restaurar y conservar. Todo porque, dicen, solamente el culto a Alá es admisible.
Justo esta semana, que, dicen, van a volver a hacer que los niños recen en la escuela.
Lecturas: pocas, pero muy bien. Las ganas, constatación de que Santiago Lorenzo es un rara avis suicida empeñado en que los académicos le tomen manía por imponer nuevas palabras y el público general se quede descolocado ante su curioso y meritorio anacronismo. No es que vaya a descubrir nada del otro mundo, pero al menos un escritor está menos pendiente de imitar a sus grandes ídolos foráneos que de crear un lenguaje (literario) con algo de originalidad.
Un holograma para el rey, de Dave Eggers. Muy adecuada para ajustar el tono de este, post, al mostrar una Arabia Saudí tímidamente abierta, en la cual la oficialidad y la realidad son placas tectónicas que solo se solapan y chocan si no se va con el debido cuidado, Eggers asciende un peldaño, mejor dicho, recupera algunas de las posiciones que le había negado al considerarlo un escritor excesivamente pendiente de no disgustar a nadie, cosa que va muy bien para vivir mucho tiempo, pero fatal para acceder a la eternidad. Cómo no me vais a entender.
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