No creáis que no me fastidia tener que andarme con excusas y explicaciones sobre la discontinuidad que parece afectarme últimamente. Sabed que si lo hago es porque también considero que incumplo al compromiso conmigo mismo: el de sentarme y refugiarme en escribir unas cuantas cosas un rato al día. Si no lo hago (sobre todo si no lo hago hasta llegar al punto en que las manos ya van solas) me siento algo intranquilo, pues iba a decir incompleto y eso sería ya muy pedante. Mira el hombre importante que no se siente realizado hasta que vomita parte de su bilis hacia el exterior. Sí: eso pensaría de mí mismo si me dijera incompleto por no escribir. Pongamos que necesito marcar una cajita de esas de los formularios, y acostarme sin poner algo junto a la fecha del día me lo impide.
Y no tengo por qué hablar siempre de cosas que me gustan o me entusiasman: un cierto sentido de la reciprocidad me obliga a leer dos libros en los últimos días, dos libros de esos cuya pila de páginas pendientes te miras constantemente pensando: no vas a vencerme, acabaré de leerte y verás lo que pienso de tí. En distintos matices, por eso, pero libros que te echan a los brazos de otros como si fuera un amante despechado: por el frío deseo del olvido del mal trago, y algo de sed de venganza.
Ruido de cañerías es una insípida novela negra de un escritor barcelonés llamado Luís Gutiérrez Maluenda. Que se autoproclama antiguo ejecutivo informártico entregado al bohemio arte literario por vaya usted a saber qué razones. Me envía su libro con una amable dedicatoria a la que, si soy justo y soy equitativo, debo responder con una crítica sincera. La sinceridad es un arte con vocación deficitaria: o aquello de las verdades y las amistades. Este libro es un refrito de toda una serie de novelas negras ambientadas en los bajos fondos barceloneses (o lo que eran los bajos fondos en algún momento), con detectives decadentes y antiestéticos en su atribulada existencia. No aporta nada que no se haya visto ya en algún lado, salvo incrustar (a martillazos, con poca gracia, con incluso diría que algún encubierto sesgo) a algún personaje de gran actualidad, en un fallido intento de aportarle atractivo por veracidad y contemporaneidad. No es así, y se convierte en un folletín solo unos pasos por delante de las novelas del oeste o las románticas: escritura a tantos céntimos la palabra, rellenado y alargamiento hasta las 250 hojas a base de hechos insustanciales y alargamiento de una trama que cualquiera comprende que no supera el merecimiento de un relato a incluir en cualquier recopilación de medianías.
El hombre que inventó Manhattan merece una distinción especial, pues donde el autor del libro anterior seguramente no sea más que un aficionado al género que es entusiasmado a publicar por su ego y una corte de amiguetes que le aplauden chascarrillos, Ray Loriga es otro especimen. Emparejado, e ignoro si la unión dura (esto no es la prensa rosa) con Christina Rosenvinge, rubia cantante de ascendencia danesa afincada en Madrid, dada a conocer como componente de un dúo de pop que en algún remoto año acudió a algún festival, creo, de Eurovisión. Ambos residieron, o residen, en NY. Ray Loriga es un señor obsesionado en parecer atormentado y auténtico: en mostrar una imagen poco sana y poco aconsejable: seguro que está unos días sin lavarse ni afeitarse antes de cualquier sesión fotográfica. Le gustaría ser sorprendido borracho en cualquier presentación y protagonizar una camorra de dimensiones descomunales y, seguramente, acabar con un par de cicatrices. Como no ha logrado consumar tan nobles objetivos, se dedica a escribir cargantes libros como éste, auténtico manual de despropósitos literarios y de clichés del más manido de los estereotipos underground: bares y esquinas de NY, personajes oscuros, mundillo sórdido de diseño y demás patrañas empaquetadas en un libro cuyo fin es consolidar lo que para Loriga sería el mejor de los cumplidos: acabar demostrando que, a base de vivir en NY y patear sus calles y someter a su hígado a sus licores, ya es un newyorker más, ya piensa incluso en inglés (por eso algunas de sus construcciones en castellano son tan torpes y obvias, claro) y, a poco que se descuide uno, es ya no un canalla sino una desaconsejable compañía. Alejen a este hombre de los niños. Y a mí, de sus insoportables libros.