El problema es la heladera. Es una de esas grandes, con capacidad para las leches, flanes, quesos, lo normal, bah. Empezó a fallar el motor y no hubo forma de encontrar repuesto. A veces arranca y parece que por milagro volvió a funcionar y después - lo cual nos resulta un misterio- se detiene y no hay nadie que logre hacerla andar. Por suerte eso pasa por las noches, así que mientras juntamos la plata para comprar una nueva, mantenemos el secreto de alimentos que perecen y reviven a la mañana siguiente.
Marce, la cajera, me contó que el técnico que vino a repararla, le dijo que no valía la pena, que el repuesto era importado y encontrarlo iba a ser un dolor de huevos. Bueno, supongo que a ella se lo habrá dicho de otra forma, pero Marce es la persona menos femenina del universo. Será por eso que nos llevamos bien, es casi un amigo con tetas.
Ella es la única que me entiende cuando no tengo ganas de laburar. Y últimamente eso pasa cada vez más seguido, será porque las ventas no repuntan, los precios suben y cada dos por tres tenemos que remarcar y la gente se queja…
El otro día una vieja me dijo:
-¿Cómo puede ser que la leche Las Tres Niñas esté tan cara? Si acá a 10 metros nomás, los chinos la tiene dos pesos menos.
-No puede ser-contestó Marce impaciente-nuestros precios son los más baratos de Caballito, todo el mundo lo sabe.
La vieja chota que se caía a pedazos tuvo el valor de retrucarle:
-Eso es mentira y si siguen así, se van a quedar sin clientes.
Abrí la boca para decir algo, para marcar territorio como perro alzado, pero chiquito. Marce con esa mirada implacable de las que a mí me dominan, finalizó el dialogo con una sonora puteada capaz de penetrar el oído de diez viejas más sordas que esa. Fue el fin de la pelea.
Cuando la vieja se fue escandalizada, ella con expresión inocente me dijo:
-Total no iba a volver, lo de la leche es verdad, la tienen más barata.
El tema está jodido. Mis viejos ya no pueden atender más el negocio. Después de tantos años de sacrificarse por mantener algo que cada vez anda peor, es hora de vivir un poco de tranquilidad. Yo mismo tuve la mala idea de aconsejarles que se dediquen a descansar, que aprovechen el tiempo para tomarse vacaciones o darse algún gusto con los ahorros que juntaron. Tanta malasangre, pobre viejo y el colesterol por las nubes, quién sabe cuánto tiempo más podrán disfrutar del merecido retiro.
El almacén San Vicente hace 30 años era el clásico de Caballito. Desde que tengo uso de razón, tengo imágenes que ya no sé si son recuerdos o imaginación. Mamá le cebaba el mate a papá, eran termos sin término, cómo él le decía en broma. A las 8 era la hora de cierre pero siempre nos quedábamos un rato más. Los vecinos de la cuadra venían a comprar y se terminaban quedando a charlar y al final se convertían en amigos por costumbre, por repetición.
Cuando volvía del colegio, me encantaba ayudar al viejo. Atendía a los clientes, les daba el vuelto y a cambio él me dejaba elegir golosinas para llevar a casa. Los Tubby 3 y 4 eran mis preferidos y en verano comía Patalín, esos helados con forma de Pata, que fueron tan populares en los 80’ Solamente a un iluminado se le pudo haber ocurrido crear un pie para chupar. Me quedaba la lengua roja y se la sacaba a Silvina, mi compañera que por aquel entonces era la gordita del cole. No sé si a ella le gustaba estar conmigo o con los alfajores que le regalaba pero nunca se despegaba de mí, era como una extensión. Vicente le hacía bromas:
-Ahí llegó la sombra- y ella se ponía colorada.
Yo ni la miraba, en parte porque me gustaba Lorena, la más linda del barrio que apenas sabía de mi existencia. Era común tener un amor imposible, casi un requisito para demostrar mi hombría delante de los compañeros, para tener tema de conversación en los recreos. Pero tampoco es que me hiciera mucho problema, iba al club y jugaba a la pelota, hasta que de repente las mujeres empezaron a ser una prioridad, una promesa que me hacía doler el estómago.
En la secundaria Silvina se puso buena y dejó de comer helados en las noches de primavera, entonces la descubrí debajo del uniforme y la invité a salir, o quizás fue ella la que dio el primer paso, siempre fui demasiado tímido. Unas vacaciones en San Marcos Sierra, me confesó que había estado enamorada de mí, desde el primer momento, y que comer alfajores fue la excusa que había encontrado para acercarse. Esos kilos de más, habían sido por amor.
Esa vez me causó ternura y no le creí demasiado. Ahora menos, después de que volvió a ganar peso. Ya no tiene coartada. Los tratamientos que hicimos para tener un hijo, fueron minando la relación, y cada fracaso lo único que hizo fue separarnos más. Estábamos frustrados, ella encontró consuelo en la comida, yo en los labios de Son-Yi.
Eso fue hace cinco años. Mientras Sil sacaba del almacén papas fritas y budines, yo comencé una relación clandestina con la hija del dueño del Súper “Yamila” la competencia que nos quitaba a los clientes. Aprendí algunas palabras clave, necesarias para poder comunicarnos, el resto eran señas. Ella agarraba el diccionario en los momentos menos adecuados y me soltaba alguna palabra graciosa, en su boca casi todo me hace reír.
La verdad es que el amor de Son-Yi, me renovó. Dejaron de importarme las deudas cada vez mayores con los proveedores, y las cuentas que se multiplicaban. Hace un lustro, lo único que hago es sentarme en una silla cómoda, y hacerme el atareado cuando Silvina o Marcela entran a verme. Entonces agarro facturas y pongo cara de preocupación, mientras cierro la ventana del animé o apago el reproductor de música con el último éxito de Sa Ding Ding.
Es probable que estemos a un paso de la bancarrota, mi última compra fue un cúter marca Ming y comida para reptiles que encontré a buen precio en el Barrio Chino y que sé que jamás voy a vender. La agarré por impulso, porque decía algo como “increíble” y me pareció poético tenerla en mi almacén. A medida que voy incorporando nuevas palabras a mi idioma y entiendo cada vez mejor el chino, me voy olvidando de mi idioma original, tanto que la otra vez, le dije “no entiendo” a la señora González cuando me preguntó por lo aceites de maíz. Y todos se rieron porque pensaron que era un chiste, y no, no lo era.
Descubrí que me gusta el arroz con quinoa al wok, lo preparo con frecuencia, aunque a Silvina no le guste nada y me reclame cada tanto un buen bife con papas. Me falta una repisa con variedad de salsas de soja, quedan muy bien todas juntas. En unos minutos voy a dejar mi ropa en el lavadero de la esquina, y pasaré a buscar a Son-Yi, vamos a ir a pasear con sus amigos por Parque Chacabuco, tal vez hagamos Tai chi. Me siento más cómodo cuando estoy con gente como uno.
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