La cuestión con los autores japoneses. Las evidentes dificultades que debe entrañar una traducción que pretenda ir más allá de la narración de hechos y la descripción de imágenes. La imposibilidad de trasladar juegos de palabras, jugueteos con sonoridades parecidas.
La alargada sombra presente de Murakami, claro. La vara de medir con la que comparar últimamente narrativa nipona, muy a su pesar, creo. Murakami es responsable de su éxito, sí, pero no es el culpable de que un determinado colectivo (como ha hecho Catalunya con Bruce Springsteen) lo entronice y no deje que nadie se acerque a él.
Kenzaburo Oé ganó un nobel, no hace demasiado. Leí alguno de sus libros y ahora he probado con ésta, su primera novela. Cuyo título ya alerta sobre su crueldad. Me gustaría saber quién, exactamente, redacta esas notas en las contraportadas de los libros. Si es el mismo con todos los de Oé, quizás haya que advertirle que se repite en los conceptos: dureza, belleza salvaje, aspereza. Arrancad las semillas, fusilad a los niños habla de un pequeño pueblo campesino en Japón: se adivina, en el final de la II guerra mundial, justo antes de que los americanos envíen el Enola gay a su vuelo de mayor renombre. Un grupo de internos en un reformatorio es evacuado y, sin tener muy claro qué hacer con ellos, son confinados en un local del poblado. El poblado será precipitadamente abandonado ante la sospecha de una epidemia que diezma a sus habitantes.
Los chicos son abandonados a su suerte; que no es mucha. Son muchachos adolescentes, se intuye, y repudiados por sus familias, que no cuentan con presencia ni mención alguna en el libro: parece que lo único que tienen es los unos a los otros.
Sí : tiene razón el de las contraportadas; la prosa de Oé tiene una extraña belleza, resultado de su fiel evocación de la miseria, el dolor y la desesperanza. No: desesperanza sería haber tenido alguna vez la esperanza de algo. Ni eso. Sí: detrás de lo que parecería que tiene que ser una especie de semblanza aventurera de como los adolescentes problemáticos siembran pánico y desconcierto, el libro traza rápidamente un giro: la fábula es que son ellos los que tienen que protegerse de quienes deberían acogerlos. Que son ellos quienes comprenden al diferente (el coreano, el desertor) y no lo prejuzgan. Tratados como animales, sufren el cobarde abandono de los campesinos huyendo de la epidemia. Oé es muy efectivo: con apenas unas cuantas descripciones uno imagina un paisaje frío, desolado, mórbido. Sucio y deprimente, y con un funesto panorama. El mismo que debía tener todo Japón a medida que su derrota en el conflicto se acercaba. No hay alegría en este libro: no hay ni tan siquiera un atisbo de sonrisa a través de un oasis de humor negro. Como en La presa, está la figura del prisionero que simpatiza con sus carceleros. Como en La presa, está presente la figura del instinto de supervivencia como sentimiento que supedita a cualquier otro. También hay mugre, hambre, insectos, pésima comida, y personas comportándose como animales. Es terror cotidiano y es miedo a lo conocido. Porque no hay peor que lo conocido ahí, que lo que se intuye tras las puertas y las cadenas echadas. Nada de drama adolescente y nada de sentimiento de desarraigo. Unos cuantos críos en medio de un mundo adulto que no sabe qué hacer con ellos.
Ya reiremos otro día.
Ya reiremos otro día.
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