Cómo puedo demorar tanto mencionar que falleció Hal David. Y que ese David, pues nadie está obligado a conocerlo, es el que aportaba su apellido a Bacharach/David, y que esa es, a pesar de lo que muchos puristas cegados se obstinen en contradecir, una de las parejas artísticas más influyentes del universo de la música del siglo XX. He omitido decir pop, o soul, o cualquier etiqueta que delimitaría (y por tanto empequeñecería, y por tanto menospreciaría, y por tanto no haría justicia) la grandeza de las canciones que Bacharach, músico, y David, letrista regalaron a la humanidad. Sí: regalaron, cuando patanes como muchos que nombraría solo hacen que producir e interpretar porquería. Porque, aunque he de reconocer que no siempre soy muy dado a considerar las letras como importantes (obsesionado como estoy con la pureza del sonido), las de David son letras tan capitales y tan magníficas que diría, sin miedo a ser tildado de exagerado o de romanticón o de neomístico, que influyen incluso cuando sus canciones se disfrutan en versiones instrumentales. Primero porque muchas de esas canciones ya están tan asociadas a su título o a su estrofa inicial que, independientemente de su entorno de audición, el mensaje
chic, ingenuo, ligeramente irónico, surge tras la melodía, surge en un modo en que sólo la música es capaz de expresarse y hablar de elegancia y de cierto romanticismo decadente. Las canciones del dúo están ahí: prestas a ser reproducidas en asépticas versiones de ascensor, a exponerse a la desnudez del piano, a someterse a arreglos pop o de cualquier estilo, de ser despanzurradas sin piedad, y siempre por debajo asomará reconocible su melodía y su espíritu.
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