-Papá.
-Tiemblo cuando me llamas papá y no dices nada inmediatamente.
-Joder.
-Sabes que por muy mayor que quieras parecer, o por los años que tengas, no me gustan las palabrotas en la mesa.
-Vaya: no podemos ni hablar.
-Conozco la palabra y conozco la mirada y sé cómo acabará esto.
Hizo un ademán de levantarse de la mesa: diez años atrás, ese ademán hubiera sido suficiente para callar a todo el mundo y cambiar de conversación. Diez años atrás, ese ademán hubiera sido bastante impulso para ponerse en pie. Pero todo fallaba ya: los indicadores se encendían de vez en cuando, siempre en el momento más inoportuno. Porque aquel día sí quería levantarse, e irse lo más lejos posible. Pero las rodillas, el ligero sobrepeso acumulado por la sedentariedad. Todo resulta patético en esa situación: levantarse trabajosamente disimulando algún gesto de dolor, o volver a sentar el culo en la silla, pesada y humillantemente. Que es lo que hizo.
-Vamos a estudiar el modelo de negocio de una gran empresa china. En Shanghai.
Miró abajo y másculló.
-Qué narices habremos de aprender de los de Shanghai. La leche.
-La escuela ha organizado el viaje con alguna actividad, ya que estamos allí. Costará unos dos mil setecientos euros.
-Bien.
-Pero puedes pagarlo en tres plazos.
-Te he dicho que bien.
Se fue a recoger los papeles que había guardado descuidadamente en el maletín. Estaban ya completamente secos y habían adquirido una rigidez ligeramente apergaminada. Lo cual le hacía cierta gracia: los hacía únicos, y todo parecía más solemne en esos papeles, más solemne que en esas fotocopias que te entregan calentitas como si las hubieran sacado de una cadena de fabricación. El aspecto de los papeles los hacía parecer más auténticos, hacía que pareciesen papeles con vida, esos sí, y no los montones de impolutos cuadernos de apuntes que estaba harto de encontrarse por todas partes. Sentado en el lavabo, pestillo cerrado, pero a veces irse al lavabo representaba el pretexto de tranquilidad que necesitaba en casa, esa tranquilidad anodina que lo ahogaba en la oficina, justo la que echaba de menos en casa, con tanta gente y tan joven entrando y saliendo, con tanta risa y tanto ruido y tanta despreocupación a su alrededor, a él no le quedaba muchas veces más remedio que sentarse en el lavabo a reunirse solo con sus pensamientos.
Jesús le había dicho varias cosas. Debería haberlas apuntado. Pero, pensaba, los viejos policías ya no necesitan apuntar: lo fundamental queda grabado en la cabeza.
Imposible que esta porquería se pueda vender.
Los nombres son siempre referencias reiterativas.
Los colores pueden ser alguna clase de códigos.
Los textos contienen mensajes.
Todo en su conjunto levanta sospechas por todos lados.
Los anuncios en esas revistas suelen ser muy caros.
Tiene que haber algo que lo englobe todo: un sistema de encriptación.
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