Despues de leer las mejores de las críticas y, contra mi normalmente algo precipitado proceder, esperar como unos cuatro años, he conseguido, previa espera de turno en la biblioteca, El quinto en discordia, primero de los tomos de la trilogía de Deptford, de Robertson Davies. Se trata de un escritor canadiense, fallecido 1n 1995(cómo no, pobres escritores que me gustan y aún siguen vivos: contratad un seguro), y cuya obra se ha ido traduciendo y publicando por Libros del Asteroide, editorial que se está labrando un prestigio y una especie de imagen de marca (incluso en sus portadas) asociada a buena literatura. Apenas llevo sesenta páginas iniciales, y ya he decidido firmemente tanto hacerme con los dos tomos siguientes como incorporar a este escritor (de larga barba ligeramente mullida y apariencia de abuelo algo iracundo, en todo caso irremisiblemente gruñón) a una teóricamente restringida , pero cada vez más amplia, lista de mis grandes favoritos. Mérito que es particularmente notorio cuando hablamos de escritores traducidos. Culto,sin cargar las tintas en esa erudición, es de esas lecturas que avanzan resueltas, sin alargarse innecesariamente, prevaleciendo la trama sobre su entorno, pero dejando que este entorno filtre sutilmente. No sé cual es el motivo por el que tengo constantemente presente Dogville, la cruda película de Lars Von Trier, mientras leo este libro. Tampoco sé si los dos siguientes libros de la trilogía, que ya he corrido a conseguir, mantendrán ese ritmo y esos personajes, o esa especie de árida impaciencia ante la irremisible sucesión de circunstancias extrañas.
Con el trasfondo de la estricta educación basada en valores religiosos (también recuerdo algo La cinta blanca como película que inquieta en igual medida), el lector presencia actos de las personas, explicables o no, que hacen agrietar esos valores y los débiles cimientos en que se sustentan. Que nos hacen recordar que cualquier persona que huye acaba encontrándose a sí misma allá donde pretenda esconderse. Uno nunca hace vacaciones de su propia persona.
A lo largo de mi vida recuerdo haber conocido a muy pocos canadienses.
Una era una estudiante de español, con unos impresionantes ojos verdes, de ascendencia judía y al parecer de una adinerada familia propietaria, al menos que yo recuerde, de una estación de esquí.
Otro era un emigrante sirio que establecido allí, se dedicaba básicamente a promover estrafalarios negocios rayanos con la estafa y el fraude más escandaloso, bajo el anzuelo de inversiones de seguros y pingües beneficios, ubicados en paraísos fiscales como Chipre.
Otros fueron una familia libanesa, cuyas hijas iban al colegio de los míos, cristianos maronitas de profundas convicciones religiosas, en constante tránsito por el planeta, que fueron allí cuando las cosas en Barcelona empezaron a complicarse demasiado. La última vez que hablé con ellos se quejaron del frío inmisericorde.
Con ninguno de ellos he podido mantener el contacto.
La bandera de Canadá muestra una hoja de arce, la del Líbano la figura de un cedro, la de Chipre unas hojas de olivo.
Lentamente veo a artistas de Canadá desfilar por mi cabeza, muchos solistas y pocos grupos.
Solistas infumables, como Alanis Morrissette, Bryan Adams o Celine Dion. Pido por favor a todo el mundo que nadie me pida un pronunciamiento sincero sobre Celine Dion.
Solistas de errática carrera, como Rufus Wainwright o Joni Mitchell. Errática es como yo la veo, con maravillas al lado de auténticos peñazos.
Genios, como Neil Young o Leonard Cohen. Aunque Young me parezca a veces con cierta tendencia a la melodía previsible.
Y los Arcade Fire, claro.
Mi Bryan Adams es un encanto, no fumo pero si tengo que fumármelo...me sacrificare
ResponEliminaDe Celine Dion puedes...explayarte
Ok, Lydia, cedo a Bryan Adams el purgatorio pues su voz rasgada no deja de alterarme mucho, la veo impostada. A Celine Dion entonces por lo que a tí y a mí se refiere de cabecita al infierno, por llorica.
ResponEliminaThank you
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