diumenge, 24 de març del 2013

COMPRAR CON PRINCIPIOS

Es estúpido desperdiciar el dinero. Es absurdo pagar más por lo mismo por mera comodidad, por mera inercia o alergia al cambio. Argumentos así, expuestos por mi mujer con esa sonrisa tiznada de consejo son irrebatibles. Comprar leche y jamón dulce no es lo mismo que volver a casa con un libro tras una conversación que ha servido de warm-up para su lectura (quizás ello no sea posible en tiendas como la FNAC, que maltratan a sus empleados con reducciones de sueldo, a pesar de sus pingües beneficios). En cualquier caso, decido hacerme usuario de un enorme supermercado que han abierto cerca de casa. Enorme en todos los sentidos: parece que algunos de sus empleados cobren sus exiguos salarios dependiendo del grado de desborde que presenten estéticamente sus estantes (esperaré más adelante para llamarles anaqueles). En todo momento deben presentar ese aspecto abarrotado pero ordenado, como de supermercado que justo ha acabado de abrir por la mañana, con productos en primera línea, con pasillos impolutos y con empleados que aún no han olvidado las pautas de su reciente formación: el usted y el buenos días y el puedo ayudarle acompañado de una sonrisa. A ver el tiempo que pasa, hasta que se dan cuenta del triste destino al que abocan los salarios de subsistencia, el agotamiento de los horarios leoninos que impide el relax necesario para sentarse (caso de que tras un trabajo que los anula y embrutece les interese lo más mínimo) a leer un libro o ver una serie. Dormir-trabajar-comer-trabajar-cenar-dormir, con un breve intervalo entre el paso 5 y el 6 para conectar con lo más absurdo de los reality-shows: famosillos sub-empleados tirándose desde un trampolín.
Pero en cualquier caso, ahí estoy detrás de un carro que me parece de un volumen algo superior a los de otros supermercados. Analizo el dato con presteza: veinte cosas dentro de él y parece no solo vacío sino miserable, parece un monumento a la clase baja al lado de esos tipos que se presentan con carros a rebosar sobre los cuales parece mantenerse en equilibrio, al modo de Philippe Petit, una caja conteniendo el último LapTop en oferta. 
¿Qué me agrede? Para empezar, la nauseabunda emisora musical que tiene puesta como sonido de fondo. Un monumento al cassette de carretera, a la programación de las galas de fin de año de las cadenas comerciales, a los descartes de los Grammy latinos, a la música que vomitan los vehículos desde los que los macarrillas nos increpan. Hay dos cosas particularmente agresivas: una voz de esas asépticas que habla a los clientes de la época del bacalado. Una horrorosa falta de respeto al hecho de que, en Catalunya, se le llame bacalao, falta de respeto perpetrada en nombre de la uniformidad, del ahorro de costes y de la economía de escala. Que me ponga tan nervioso eso es para acudir a un psiquiatra, lo sé. Pero tanto costaba grabar una alocución a la medida de los usuarios de la zona donde han puesto la tienda? La segunda agresión es más sutil: la música del Sueño de Morfeo, horrendo grupúsculo que une todas mis fobias: la ex mujer del tonto de Fernando Alonso; el rock-pop con pose agresiva de anuncio de cerveza light; la voz impostada de la chica ésta, Raquel del Rosario, mu mona ella pero tan creíble como Urdangarín con una hucha del Domund. El ritmo inmundo, la inflexión impostada de autenticidad. Todo por unos céntimos menos en un pack de yogur. Joder, qué tortura.

6 comentaris:

  1. Wow. Pues mira que hace unas semanas que no leo a DFW para quitarme un poco su portentosa sombra de encima. Menudo cumplido me has hecho. Gracias.

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  2. Lo de la música (?) que se nos descerraja es tal cual, y no sé si será un alivio para vos (lo dudo) saber que ese maltrato auditivo al cliente parece ser resultado de una planificación a escala internacional: aquí es igual. He llegado a preguntarle a una cajera, con tono de fingida preocupación, si alguien del personal había cometido algún acto punible, alguna incorrección imperdonable; ante la cara de sorpresa y la respuesta "No, señor, ¿por qué lo pregunta?", mi respuesta fue "Y... por la música que los obligan a escuchar durante todo el tiempo... Yo paso por aquí un rato y me voy, pero ustedes deben estar horas y horas aquí, pensé que se trataba de alguna forma de castigo..."
    ¿Y el personal de seguridad, Francesc? ¿No te resultan enervantes, así, uniformados y paseándose con provocativa morosidad, con cara de "cuidado conmigo, ni se te ocurra algo indebido, mirá que nosotros somos Oficiales de Inteligencia..." (una palabra que les fascina, quizá -seguramente- por inalcanzable).
    Me dijiste muchas veces que no me preocupe por la extensión de mis comentarios: ahora hacete cargo. Dejame contarte un episodio que me tocó protagonizar, hace ya muchos años, a la salida del local, ya traspuesta la línea de cajas. Uno de los "inteligentes" se me acercó y me dijo (admito que con toda corrección formal) "Permítame, señor, ¿puede abrir su cartera, por favor?". Se refería a mi portadocumentos, o como se llame en español peninsular; de esos que cuando recién aparecieron colgando de hombros masculinos, hace cuarenta o cincuenta años, despertaban algunas sonrisitas socarronas (en México llegó a llamárselos "vaspapú"). Ante el requerimiento, me vino a la cabeza todo mi odio antisistema; le pregunté al fulano, tratando de mantener la calma: "¿Por qué?", lo que ya comenzó a desubicarlo. "Es mi función, señor", apenas atinó a contestar. "¿Su función es sospechar de los clientes?", comencé a disparar. "No, señor", trató de negar, "somos de Seguridad". "Abreviemos", le dije, "¿usted cree que estoy robando algo? ¿Me acusa de ladrón?". "No lo acuso de nada, estoy acá para esto", farfulló. "Ojalá pueda encontrar un mejor trabajo", le dije entonces, mientras descolgaba mi portadocumentos del hombro y lo apoyaba en el suelo. El tipo me miró sin entender lo que yo acababa de hacer. "Ahí tiene. Revise". Ya totalmente desconcertado, el Guardián del Orden y La Ley en aquel Templo del Consumo me dijo, molesto, "Levántelo". "Si lo levanto, me lo cuelgo de nuevo y me voy. Si usted me acusa de haber robado algo, tendrá que agacharse (enfaticé esa palabra) y hacer la comprobación por la cual le pagan; ya veré qué hago, luego, con usted por haberse permitido ofenderme al dudar de mí", dije, no a los gritos, pero sí con tono suficiente y calculadamente alto como para llamar la atención de los más cercanos, que miraban la escena. Y me crucé de brazos, mirándolo.
    No recuerdo cuánto duró ese instante; no más de un par de segundos, o acaso cinco o seis. Sí recuerdo que sus ojos (sólo sus ojos: no movió la cabeza, petrificado) miraron -literal y vertiginosamente- hacia todos lados, antes de volver a mirarme, creo que con odio, mientras mascullaba simplemente "Váyase".
    Afuera, en el resto de la guerra, yo iba a seguir perdiendo, como todos, como siempre. Pero el sabor levemente dulzón de aquella minúscula batallita ganada me acompañó un rato. Quizá todo el día, no me acuerdo. Ha pasado tanto tiempo.

    Durante un tiempo pensé en escribir un relato con este episodio. Lo descarté, a quién iría a interesarle.
    Tal vez, sin pretensiones, haya acabado de hacerlo. Quién sabe.

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    1. Hace unos años en España había un anuncio de una compañía de seguridad donde un agente de estos (se les llama despectivamente Seguratas) parecía impedir un delito usando su mejor arma que, decía el anuncio, era "La inteligencia". Mi simpar esposa opta siempre que se enfrenta a una situación así por lo mismo: Dirigirse al gerente del establecimiento y pedir una hoja de reclamaciones, rellenarla alegando comportamiento impropio. actitud chulesca, lo que sea, y esperar a que el centro contacte ofreciendo disculpas. Mientras esa llamada se produce, arrepentirse por que el tipo tenga una familia o hubiese tenido un mal día, y pueda ser despedido. Precisamente en ese nuevo centro hay unos cuantos de esos: si uno se lo plantea fríamente, poderse parar donde quiera uno a observar descaradamente lo que hace la gente debe ser algo curioso para que te paguen por ello. Me ha venido a la memoria otra situación: desde que la crisis ha arreciado ya hay personajes de estos hasta en los supermercados pequeños: el otro día robaron un montón de sobres de jamón "del caro" en el que voy. Sistema: tomarlos y salir corriendo, pasando ante las miradas atónitas de las chicas de la lìnea de cajas. Simplemente, aprovecharon que el tipo de seguridad se había ausentado para desayunar. Apareció sudoroso y apresurado, con una cara de tonto espantosa. Creo que se dio cuenta de que los delincuentes eran más listos que él o, por lo menos, iban al trabajo desayunados.
      Saludos, Horacio.

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  3. ¡Ja, estoy contaminándote! esa respuesta tuya es inusualmente extensa...
    (Lo tomo como un halago, en serio).

    Sí, no creas que no pensé en la necesidad de trabajar en cualquier cosa que pueden estar experimentando esos sujetos. Pero es que su fidelidad al empleador trasciende ciertos límites que entiendo imprescindibles: parecen disfrutar. Y no de tener trabajo, sino de "verduguear" al prójimo, gracias al uniforme provisto. Y entonces mi solidaridad de clase se diluye bastante, confieso.
    Hace poco, el hijo de un querido amigo mío tuvo la desgracia de atropellar y matar, en una autopista, a un ciclista que circulaba sin luces, a las cuatro de la madrugada. El muchacho no estaba borracho perdido, pero su índice de alcoholemia superaba el límite legal. Mi amigo es un conocido periodista de izquierda, y aunque resulte increíble, esto desencadenó, desde la prensa del sistema, un repugnante acoso periodístico, no ya contra su hijo, protagonista involuntario de la tragedia, sino contra él mismo: una guardia periodística (??) se instaló, dentro de un taxi estacionado, a metros de la puerta de su casa. Él no soportó la extrema tensión, bajó y encaró a la fotógrafa, diciéndole "¿Por qué me hacés esto, hija de puta?", y la respuesta fue -salvando las dolorosísimas distancias- la misma que la de aquel infeliz que quería revisar mi cartera: "Es mi trabajo". Y Eduardo le dijo esto, tan simple: "Pero ponete un límite... tratá de conseguir un laburo en el que no tengas que hacer esto..." La chica llegó a decirle, un poco asustada por la reacción, "Conseguime otro laburo, y largo éste". Pero no queda claro hasta qué punto los explotados pueden llegar a ponerse (por convicción, ya no por necesidad) la camiseta de sus explotadores...
    No puedo exigírselo a todo el mundo, claro está, pero quizá debería haber una frontera clara, dibujada por la propia ética. Esa misma que impide a los personajes pintados por De la Cárcova, por ejemplo, salir a robar o matar porque ellos están sin pan y sin trabajo.

    Reparos éticos, sí, cómo no.
    Por qué no te callas, Horacio.

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    1. Las líneas en todos estos casos están sumamente difusas. En cualquier caso está claro que cuando hay dinero de por medio, aunque sea el mero pago de un salario, mucha gente experimenta transformaciones: si le añades un uniforme y llevar colgando algo que pueda blandirse ante los demás (pistola, porra, etc.) la cosa crece exponencialmente. Si nos paramos a pensar, otro sutil mecanismo del capitalismo: comprar sicarios para lo que convenga.
      Callado, Horacio? No jodamos, no jodamos.

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