Si Paul Auster fuese a una de esas maquinitas que vi hace años, y que hacían tarjetas de visita a medida, supongo que pondría que es escritor. Bueno, seguro. Porque es un escritor profesional. Cosa que tiene sus detractores. El escritor profesional actúa como un taxista profesional que sale a la calle los días que le toca en su turno y según establece su licencia. Así que Auster (igual que Woody Allen, otro famoso neoyorquino escasamente proclive a ser jubilado) publica un libro cada año, más o menos. Cosa que debería alegrar a la tropa de sus incondicionales, que son unos cuantos. Porque Auster publica su libro y se va a promocionarlo, a ferias, a presentaciones, cumple con los compromisos que le impondrá su editor local de turno, y habla de su obra de ese año, y entonces la rueda de prensa, o la conferencia, irán por otro lado, y hablará del mundo, de NY, del 11-S, y de sus anteriores libros comparados con el que ha acabado, e igual filtra sobre el que ya, seguro, redacta en el ordenador que le acompaña mientras viaja.
Esa profesionalidad puede ser el motivo de que a veces sea tildado de ex-novelista. Porque los que defendemos el romanticismo de este oficio puede que mantengamos cierta tendencia poco amistosa hacia ese proceder. No tienes que escribir porque el editor te deje recados en el contestador referentes a plazos que se agotan, ni porque es tal hora y hay que estar ante el teclado aunque sea lo penúltimo que te apetezca en ese momento (y lo último sea morir). Hay que escribir cuando las entrañas te lo exigen, hay que escribir contra los elementos y hay que escribir a pesar de ser lo más lejano a pagar las facturas y llevar una buena administración. Eso, a algunos, les pone contentos. Saber que el escritor ejercita su oficio con sufrimiento y privaciones.
Digo esto, porque soy miembro de la curiosa tribu que acaba agobiándose con este ritmo de Auster. Agobio que tiene dos vertientes: la incredulidad ante la posibilidad de que todas sus novelas puedan mantener el nivel de calidad de las mejores, y la impotencia de mantener un ritmo sostenido que, además, sea respondido por el mercado en términos de cifras de ventas y prestigio crítico. Al fondo de ambas sensaciones está la envidia, claro.
Y la extenuación: qué cómodo es Franzen, un libro enorme cada diez años, tiempo para elegir el momento adecuado, para tantear varios inicios. Pero con Auster, imposible. Si uno ha sido fiel comprador, pronto tiene cuatro o cinco títulos pendientes.
La música del azar, La noche del oráculo, Brooklyn Follies, Leviatán, El libro de las ilusiones, Tombuctú. Por nombrar algunos. Y esos títulos intercambiables y vagamente familiares que a uno le hacen parecer un tonto ante un librero.
El palacio del azar, La noche de Leviatán, La trilogía de Tombuctú, La habitación de Brooklyn, La Luna de las ilusiones, La música del oráculo, El hombre de invierno, Las ilusiones del vértigo, El diario invisible.
Cómo puede ser que ese comportamiento haga que algunos se declaren algo hastiados de Auster.
Porque El palacio de la Luna, que leo por recomendaciones notablemente (o sea, no excelentemente) entusiastas, resulta ser una novela magnífica, portentosa, con un lenguaje rico y variado, literario, pero sumamente ameno y que incita a leer y a leer, y a seguir en esa trama de aires ineludiblemente austerianos (el paso por la indigencia del protagonista, lugar común en algunas de sus obras), con sus giros y sus detalles casi filosóficos, sus propios códigos éticos y su mensaje ambiguo de fortaleza y fragilidad del individuo desnudo ante un mundo amenazador. Un estupendo libro cuyas primeras cien hojas tardé en devorar como diez veces menos que un clásico indiscutible como el de la Highsmith. Las comparaciones son odiosas, sí. Pero no hay tanto tiempo de diferencia; algo más de 30 años, y donde la Highsmith es recatada y pudorosa, Auster es directo y preciso. Donde la Highsmith me resulta conservadora y elegante, Auster es valiente y actual.
Puede ser que la novela decaiga un poco en sus últimas cincuenta páginas, cuando el juego de referencias y de relaciones cruzadas se lanza a una divagación algo extensa y un tanto confusa. En cualquier caso, al servicio de la historia y de cerrar todas las incógnitas. Auster escribe de una manera casi matemática. Los paréntesis de la historia se abren y se cierran sin dejar incógnitas tras de sí, las piezas encajan y, sin alcanzar el nivel de Leviatán, sí me hace recapacitar en esa especie de inconsciente colectivo que yo también había abrazado inconscientemente: merece la pena probar los libros de Auster cuando El palacio de la Luna nos revela tal nivel de excelencia a lo largo de 300 páginas (las primeras 250, sencillamente deslumbrantes). No sé si dentro de su extensa obra, El palacio de la Luna es Match Point, Bananas, o La rosa púrpura del Cairo. La obra de una persona no es pura matemática; los promedios, las medias, los conceptos estadísticos no permiten expresarse sobre un artista. Ser prolífico es una condición, no una cualidad. Pocos escritores son capaces de escribir un libro como éste, y lo que haga después o haya hecho antes no deberían tener mayor relevancia. Es una novela magnífica, y Auster, por lo menos en ella, es un autor de gran personalidad.
Puede ser que la novela decaiga un poco en sus últimas cincuenta páginas, cuando el juego de referencias y de relaciones cruzadas se lanza a una divagación algo extensa y un tanto confusa. En cualquier caso, al servicio de la historia y de cerrar todas las incógnitas. Auster escribe de una manera casi matemática. Los paréntesis de la historia se abren y se cierran sin dejar incógnitas tras de sí, las piezas encajan y, sin alcanzar el nivel de Leviatán, sí me hace recapacitar en esa especie de inconsciente colectivo que yo también había abrazado inconscientemente: merece la pena probar los libros de Auster cuando El palacio de la Luna nos revela tal nivel de excelencia a lo largo de 300 páginas (las primeras 250, sencillamente deslumbrantes). No sé si dentro de su extensa obra, El palacio de la Luna es Match Point, Bananas, o La rosa púrpura del Cairo. La obra de una persona no es pura matemática; los promedios, las medias, los conceptos estadísticos no permiten expresarse sobre un artista. Ser prolífico es una condición, no una cualidad. Pocos escritores son capaces de escribir un libro como éste, y lo que haga después o haya hecho antes no deberían tener mayor relevancia. Es una novela magnífica, y Auster, por lo menos en ella, es un autor de gran personalidad.
Tengo "el Brooklyn" aparcado desde hace siglos, así como la "Trilogía de NY", pero has conseguido motivarme. igual hasta me arranco con Auster, que siempre me ha dado perezón. ¿No será también dado a radiar los "making-off" de sus libros, no? ;-) ¡Salud!
ResponEliminaPues a pesar de que tenía reticencias parecidas a las tuyas, he de decir que eran injustas, en lo que concierne a este libro. Auster no tendría ese prestigio si hubiera escrito simplemente 20 novelas tirando a buenas. Las hay de excelentes, y esta es una. Y Leviatán, otra.
EliminaEs uno de mis "pendientes", como los cinco o seis que también lo están!! jajajaja me estoy "encantant" mucho últimamente con la lectura en soporte papel...Arghhh esto no puede ser! ;)
ResponEliminaBesos.
Pues por méritos ésta merece ponerse de las primeras.
EliminaEstà bé. M'has convençut.
ResponEliminaPer cert. Em va agradar molt Cineclub.
L'he passat a la dona. Crec que li agradarà.
6Q
Hòstia: em sona com si vaig llegir Cineclub fa sis mesos.
EliminaMenos mal que nos hiciste caso! es la mejor novela, junto con Leviatán. Lejos. Larga vida a Paul Auster.
ResponEliminaGracias por el buen consejo! Las vacaciones se acabaron pero las lecturas siguen.
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