divendres, 17 de febrer del 2012

DOS HOMBRES Y UN DESTINO

Imposible hablar de ese último capítulo de Breaking bad, que ví ayer, sin intercalar spoilers. Así que, gente, espabilad. Si hay quinta temporada ya hablaremos en su momento. 

Todo se complica: ayer publiqué tres posts, Casciari no acudió a su jueves de gloria habitual y ahí se quedó mi link, en los comentarios finales de un post de una semana. Casciari esperaba agazapado en una esquina y yo salí a dar el primer disparo. Descubrí mi posición.

Y hoy se han juntado comentarios pendientes que debo hacer (para merecer esa fama de generosidad), que acaparan tanta necesidad de tiempo y de talento que, en un mundo justo, significarían necesariamente que este post sea muy corto.

Entonces mi estómago da una patada. O la recibe, ya estaréis familiarizados con esa sensación.

Porque ya he esperado demasiado.

La primera vez que leí Estrella distante fue en 2005 o 2006, cuando José Luis Rodríguez Zapatero era presidente de España.

Entonces mis hijos eran pequeños y a veces iba a comprar comida a un bar llamado La Paninoteca, en la calle Rosselló, al lado del Hospital Clínic. No puedo decir que se comiera muy bien. Iba una vez a la semana, cuando se hacía tarde y no nos apetecía cocinar.

Mientras esperaba mi pedido, a veces me acercaba a una librería, apenas a 30 metros, y husmeaba allí. Compré ese libro y empecé a leerlo de pie, en plena calle, con luz de día (era verano y cenábamos pronto). Siempre recordaré ese momento, y que el libro empezaba hablando de poetas.

No hablaba demasiado. Yo sí. La mayoría de los que íbamos hablábamos mucho: no sólo de poesía, sino de política, de viajes (que por entonces ninguno imaginaba que iban a ser lo que después fueron), de pintura, de arquitectura, de fotografía, de revolución y lucha armada; la lucha armada que nos iba a traer una nueva vida y una nueva época, pero que para la mayoría de nosotros era como un sueño o, más apropiadamente, como la llave que nos abriría la puerta de los sueños, los únicos por los cuales merecía la pena vivir. Y aunque vagamente sabíamos que los sueños a menudo se convierten en pesadillas, eso no nos importaba.                                                                                                                                            

Uno no siempre identifica a la primera los libros que van a marcar su vida. Muchas veces tienes que pasar por la tortura de leer muchos malos libros para darte cuenta de los buenos que echas de menos. Curioso que pase con las personas, también. Mi memoria ya no da para decir en qué escenarios seguiría esa lectura. Pues llevé la comida a casa y había que cenar y, casi seguro, bañar a los niños. Seguramente seguí leyendo en el sofá, porque puede ser que en la terraza hiciera aún algo de fresco.

El bar donde compraba la comida cerró. Nos dijeron que el dueño del local iba a montar una tienda para vender prótesis y esas cosas. Pero al tiempo un bar nuevo se estableció. Jamás he entrado.

Entonces, en aquellas visitas con las Garmendia, la casa le pareció preparada, dispuesta para el ojo de los que llegaban, demasiado vacía, con espacios en donde claramente faltaba algo. En la carta donde me explicó estas cosas (carta escrita muchos años después) Bibiano decía que se había sentido como Mia Farrow en El bebé de Rosemary, cuando va por primera vez, con John Cassavettes, a la casa de sus vecinos. Faltaba algo. En la casa de la película de Polanski lo que faltaba eran los cuadros, descolgados prudentemente para no espantar a Mia y a Cassavettes. En la casa de Ruiz-Tagle lo que faltaba era algo innombrable (o que Bibiano, años después y ya al tanto de la historia o de buena parte de la historia, consideró innombrable, pero presente, tangible), como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda.                                                                                                        

La culpa de mi interés por Bolaño la tenía una crítica, sumamente entusiasta, leída en el número de resumen anual de Rock De Lux. Que usaba esta frase como colofón: Si la literatura es placer, 2666 es el éxtasis. Así que mi pasión por la música tuvo también algo que ver ahí. Llegué a Bolaño porque amantes de la música dejaron que amantes de la literatura (puede que fueran los mismos, pero no me apetece indagar) escribieran en una esquina, y esa esquina relució como una colilla de cigarro en la noche, en medio de la distancia. Esa llamada de atención, que tampoco debo exagerar, no iba acompañada de hadas ni ángeles que llevaban de la mano, me apartó de montones de libros de management que se apilaban en mi mesa. Me llevó de vuelta a la ficción. De la que a veces nunca deberíamos salir. También ocurrió que Estrella distante era una novela de apenas 160 páginas (Lydia sabe siempre la cantidad exacta), y 2666 era un magno esfuerzo que aún no estaba preparado para afrontar.

Pocos días después llegó el golpe militar y la desbandada.                                                             

También recuerdo que por aquella época yo había empezado a trabar amistad con un compañero de trabajo uruguayo. Que quedábamos con las familias en Sitges, que estaba lleno de argentinos, y que, como yo estaba fascinado por Bolaño que era chileno, estaba en una confusión terrible. Que por el hecho de tener acentos parecidos, uruguayos, argentinos y chilenos, debían ser todos como una enorme comunidad hermanada, de esas comunidades en que uno queda en un sitio y cada uno se encarga de preparar uno de los platos. Y un último, una enorme tarta que se comparte. Qué equivocado. Esos tres países sólo han estado unidos en la desgracia de sufrir dictaduras. Ni siquiera sé si las diferencia el grado de crueldad. Pero prefiero no plantear eso en la web de Orsai. Algo me dice que es mejor no sacar el tema.

Tuvo que ser así. Un atardecer, uno de esos atardeceres vigorosos pero al mismo tiempo melancólicos del sur, un auto aparece por el camino de tierra pero las Garmendia no lo escuchan porque están tocando el piano o atareadas en el huerto o acarreando leña en la parte de atrás de la casa junto con la tía y la empleada. Alguien toca a la puerta.                    

Hay libros que te atrapan porque su temática te interesa, los hay que tienen palabras que te hipnotizan, y hay que tenerlo muy claro: bajo los efectos de la hipnosis puedes cometer crímenes atroces, puedes dejar que la sinceridad deje de esconderse tras los arbustos de la corrección y aflore y tome el control. Las pasiones ocultas dejan de serlo (ocultas).
Y no puedes dejar de leer una y otra vez la misma frase, una y otra vez el mismo pasaje.

Y detrás de ellos entra la noche en la casa de las hermanas Garmendia. Y quince minutos después, tal vez diez, cuando se marchan, la noche vuelve a salir, de inmediato, entra la noche, sale la noche, efectiva y veloz.                                                                                                 

Si pudiese decir que el libro irrumpió en mi vida en una época particularmente feliz esa sería una explicación. Pero dos años antes o tres más tarde las cosas eran, casi, lo mismo. Hay que darle a la literatura la importancia que se merece, que es mucha más que el hecho de que un estante repleto sea un estímulo superior a la campana del perro de Pavlov, o de que las mesas de determinadas zonas de las casas que se precian necesitan grandes libros echados de través con títulos en inglés de no más de dos palabras. Hay que aceptar que, igual que la primera canción que oímos o la primera palabra que decimos, los libros que nos impresionan son, en su delgadez y su fragilidad y el deterioro de sus sucesivas lecturas, tablones que nos salvan de la mediocridad.

Todos estaban contentos de estar allí, en la fiesta del piloto poeta; estaban contentos de ser lo que eran y de ser, además, amigos de Carlos Wieder, aunque no lo entendieran del todo, aunque notaran la diferencia que existía entre ellos y él.                                                               

Si una reseña es un homenaje, a veces no tiene sentido seguir leyendo, pues hablamos de filias y de fobias y, en días de carnaval, no hay que quitarse las caretas sino ponérselas. Pero al mirar hacia atrás, al empaquetar las cosas, vi que no tenía sentido seguir olvidándome de ésto. Cuenta saldada, pues.

Nos tomamos un último té y más tarde lo acompañé a la calle. Durante un rato estuvimos esperando a que pasara un taxi, de pie en el bordillo de la acera, sin saber qué decirnos. Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco.                                                      



1 comentari:

  1. Qué prolífico, en lo que a postear se refiere, Francesc! Muy buen relato.
    Esto se relaciona con mi comentario de ayer. Tengo la impresión de que este libro, o Bolaño, más bien, te aportaron una razón para escribir, un poco de pasión que desprendes y recuerdas cada vez que escribes.
    Me pasa que, cuando escribo, tengo detrás las ideas, relatos ajenos, visiones propias. Y me voy al carajo. La página se queda en blanco.
    Leer, aquí y allá, me da un respiro.
    Saludos.

    ResponElimina

Segueix a @francescbon