Mentalmente estoy en el gran trayecto que requiere un libro como Las correcciones. Que no sólo es un trayecto prolongado en lo que se refiere a su volumen de páginas. También es denso en su escritura. Franzen no es como Wolfe, minucioso en la descripción hasta componer una fotografía hablada. Pero no desperdicia palabras si esa concisión favorece que el lector manufacture su propia composición. Hay libros para leer cien páginas al día, hay libros que requieren que no hagas más hasta que no acabes el libro. No diría que son los libros que me gustan; esos en los que sólo el sentido común te impide irte a las últimas páginas a averiguar qué coño pasa. Como las obras maestras de Robertson Davies, Franzen tiene su ritmo de degustación adecuado. No hay que precipitarse, y no hay motivo para acelerar en ese camino que parece llevar a Chip por el mal camino en su relación intolerada con Melissa. Insisto: estoy en un tren de largo recorrido y a veces hay paradas más prolongadas. No hay contratos de exclusividad ni plazos draconianos que cumplir. Puedo parar en apeaderos, bajar a estirar las piernas, sentarme a degustar algún manjar local. Mirar desde el andén que ofrece el paisaje. Imaginar a los locales.
Parece que las pequeñas novelas de no más allá de 150 páginas sean el complemento perfecto. Recorrer estantes de tiendas o bibliotecas, con ese cuello inclinado propio de personas que divagan a la búsqueda de un amor fou, de un lomo estrechito y un nombre que nos suene vagamente, lo suficiente para extraerlo y ver si portada y título y solapa constatan el flechazo. Si esas dos horas, dos meras siestas a las que renunciaremos, dos veces menos que oiremos cierto disco o dos capítulos que atrasaremos de esa serie que voy viendo de tanto en tanto, parece que vayan a merecer la pena.
Gerard tiene ya diez años. El pequeño campo de fútbol improvisado en un parque es el sitio idóneo para escapar de corsés tácticos de entrenadores que ubican a los jugadores según las necesidades del equipo. Para dejar aflorar la comprensiva acracia que algún lejano día gobernó a quienes crearon el fútbol. Todos a por la pelota y hacia la portería contraria. No cierres, no descargas, no guardar posiciones. La edad de mi hijo es cómoda. Me siento en el parque, sólo necesito una línea visual y estar preparado cuando viene a reponer líquidos. Sólo me alertaría el silencio.
Leo y leo, pues, esos libros de los que rara vez esperas gran cosa. Le ha tocado el turno a La verdadera, novela de Saul Bellow, escritor que oigo nombrar, no con el tesón y el entusiasmo de otros, sino con esa frecuencia que acaba calando. Leo que falleció en el 2005, que era judío estadounidense aunque nacido en Canadá, y que le dieron el Nobel en los años 70. Siento curiosidad y repaso listas de los Nobel. Coincido con nombres que tienen cierta presencia en mis lecturas reales o pretencidas de los últimos tiempos : Sartre, Camus, Coetzee, Oé, Böll. Morrison, Steinbeck, Faulkner. Vuelvo a ponerme de mala leche viendo a Cela.
Esa manía de devorar libros es envidiable. Yo he dejado de lado "A Sangre fría", a pesar de que me ha gustado, por varias razones. Entre ellas, el tiempo que no sé manejar. Pero ya llegó mi Orsai 5 y estoy en ella. Me gusta, mucho.
ResponEliminaVaya Ronny: pues mi Orsai padece un pequeño retraso, así que aún me queda como una semana. El libro de Bellow no me ha servido para mitigar el ansia : lo he dejado a medio leer y ya está de vuelta en la biblioteca, a ver si a alguien le gusta más que a mí.
ResponEliminaOjalá hubiera empleado el tiempo en empezar A sangre fría, que ese es mío y por eso siempre lo voy postergando. A un amigo le he prometido como diez veces, casi todas por escrito, hacerlo, y no hay manera. Mejor tener amigos así de pacientes.