Ve el tiempo avanzar en el reloj de la pantalla del ordenador.
Configurado en modo minutos, siente el vapor del sueño nublando su vista frente al PC, lo justo para un ligero cabeceo. Del cual se repone para ver que ya han pasado apenas unos minutos. Se siente reconfortado de que el proceso sólo tenga que repetirse un par de veces, pues, no sabe el motivo, hace como un año que odia la sensación de sopor, la modorra de las primeras horas de la tarde cuando el silencio reina como una bruma en gtoda la la casa. Quiere pensar que en todo el vecindario.
Abre los ojos, mira la hora, siente que los cierra, bruscamente, vuelve a mirarla.
Configurado en modo minutos, siente el vapor del sueño nublando su vista frente al PC, lo justo para un ligero cabeceo. Del cual se repone para ver que ya han pasado apenas unos minutos. Se siente reconfortado de que el proceso sólo tenga que repetirse un par de veces, pues, no sabe el motivo, hace como un año que odia la sensación de sopor, la modorra de las primeras horas de la tarde cuando el silencio reina como una bruma en gtoda la la casa. Quiere pensar que en todo el vecindario.
Abre los ojos, mira la hora, siente que los cierra, bruscamente, vuelve a mirarla.
Se levanta de la mesa, dos minutos más tarde de lo previsto. Estas horas son malas, las peores para cualquier actividad. Pero cuidado, le han dicho, con la cafeína. La adicción, el dolor de cabeza. Cuidado.
La tarde es gris, intenta encontrar un adjetivo que defina mejor ese gris que plomizo. No lo encuentra, pues plomizo lo tiene todo, es la palabra idónea, incluso para esa sensación física de peso, de un peso blando e inerte que se cierne y se acomoda sobre la superficie que encuentra debajo de sí.
Son las cuatro y cinco, y la puerta giratoria de la entrada del edificio no funciona regularmente. Duda si acceder al espacio que gira, y, al final, lo hace precipitadamente. Si hubiera estado en el andén del metro, lo hubiera hecho justo en ese instante en que la alarma de cierre de puertas deja de pitar, tras un acelerón final. Pero está en el edificio de la biblioteca, frente a la puerta giratoria, y no piensa entrar por la puerta normal, porque está seguro que es la de los timoratos, la de los conformistas.
Una vez entra atraviesa rápido el vestíbulo y se mete en el ascensor. Mira a través del cristal del ascensor como se aleja la recepción del edificio.
Sale del ascensor, acude a los mostradores de préstamo, el carnet entre dos dedos que hacen pinza, como poniendo a prueba la resistencia del plástico a una tensión creciente.
Le pone nervioso hacer cola. Le altera esa sensación de pérdida de tiempo, de haber calculado algo mal para que esos minutos acaben tan estérilmente desperdiciados. Piensa si estéril y desperdiciar no es una reiteración. Pero no hay cola a esa hora.
Le pone nervioso hacer cola. Le altera esa sensación de pérdida de tiempo, de haber calculado algo mal para que esos minutos acaben tan estérilmente desperdiciados. Piensa si estéril y desperdiciar no es una reiteración. Pero no hay cola a esa hora.
El empleado le pone el libro sobre el mostrador (pensó llamarle funcionario pero le pareció un apelativo excesivamente sovietizante). Él lo agarra como sopesándolo, aunque ya ha calculado, por su grueso, que tendrá unas 150 páginas. En el mostrador de al lado una mujer con acento sudamericano (ese acento que se pierde ligeramente cuando llevas más de diez años hablando el español de Europa) se queja del gran volumen del libro que tenía encargado, que le ha recomendado una amiga. Por el tono de su voz, opina que todo el mundo allí tiene que interesarse por su situación. Mira a su alrededor mientras sopesa el libro, todo el mundo la ignora. La empleada sonríe sorprendida, pero es una sonrisa insincera, es una sonrisa que va en el sueldo.
Él lanza una mirada esquiva y piensa que el libro de la mujer va a ser horrible. Tapa dura, no alcanza a ver ni título ni autor pero se dice para sus adentros que parece un libro diseñado para que dure todas unas vacaciones. Que ciertas editoriales son tan perversas para encargar libros así y editarlos sin apenas considerar su valor. Que la gente los compra y los olvida, las más de las veces.
Cuando coge el ascensor hacia la salida ojea su libro, y se da cuenta de que éste lleva anotaciones. Primero ve las anotaciones laterales, varias en una misma página, muchas anotaciones únicas en unas cuantas páginas, llaves enmarcando párrafos, frases y palabras subrayadas. Sale del edificio, pero antes piensa unso segundos, en la mujer que dudaba, al otro lado de la puerta giratoria, cuando ha entrado. Él no ha dudado tanto como ella.
Llega a casa pensando en el poco respeto de alguien que garabatea un libro prestado. Si es un estudiante por un trabajo o un aficionado entusiasta, o simplemente alguien que necesita hacer esas cosas, en cualquier caso, alguien con muy poca consideración. Va a coger una goma pues, al menos, las anotaciones son a lápiz. Se para, pues piensa que quizás podrían arrojar cierta luz sobre el libro. Lo ofensivo podría serle útil.
Cae en la cuenta de que, si le gusta tanto la ficción, por qué la práctica totalidad de las páginas que escribe son de puro ensayo.
Deja el libro sobre la mesa y espera que el timbre de la puerta suene.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada