De lo que se quejan las mujeres acerca de The Wire: es lenta. No sacaremos punta a lo que las mujeres valoran sobre la lentitud, o la calma, o la parsimonia, en determinados aspectos horizontales de la vida. The Wire es lenta como debe leerse cierto tipo de libros con cierto ritmo. No soy del movimiento slow-food y no serlo no significa serlo de su antagonista. Dudo que toda clase de cosas tengan un ritmo adecuado, más cuando las personas tampoco tenemos todas, ni siempre, el mismo ritmo. Hay una regla de dimensiones que tendría en un extremo una grabación en vivo del grupo punk más precario e inconsistente y en el otro algunas de esas canciones de Steely Dan donde el último eco del chasquido de cualquier instrumento era repetido hasta la saciedad hasta que la perfección más absoluta lo hacía merecedor de aparecer en la grabación final.
Respecto a la escritura, desde los destellos de genio de Quim Monzó en sus artículos diarios (el de hoy, ya un preferido, dedicado a despanzurrar a alguien tan inmerecidamente entronizado como el ultraconservador Duran Lleida, de profesión sus corbatas y camuflar su condición de catalán en la capital del reino), hasta esos escrupulosos escritores que usan diccionarios de sinónimos para no repetir la misma palabra en al menos veinte párrafos a la redonda. La precipitación es madre de muchos errores, el abarrocamiento innecesario será padrino de muchas siestas de sobremesa, frente a una pantalla, sobre un libro.
Por algún motivo que sería absurdo analizar, me gusta el ritmo de vals aplicado a músicas más contemporáneas. Lo vuelve algo cabaretero, le aporta una elegancia decadente que no sabes cómo explicar, pues no negarías que tenga que ver con salones de alta techumbre con cortinas en tonos burdeos, aterciopeladas con eterno aspecto de justo instaladas entonces, con lámparas de araña colgando del techo en imposible quietud de cristal e inquietante presencia, pero sabes que tampoco es tan distante de algo carnal y arrabalero como el tango, el movimiento es diferente, la cercanía física casi la misma.
Zero 7 son una especie de grupo de estudio formado a finales de los 90 por dos ingenieros de sonido. Tras remezclar artistas del más variado pelaje (Radiohead, Mos Def, Terry Callier, Lambchop... el pesado de Lenny Kravitz), trabajos donde siempre dejaron cierta impronta de ambición sonora : orquestaciones, profundidad, ampulosidad, se decidieron a editar sus propios discos, rodeados de una serie de vocalistas técnicamente privilegiados. Cuando se dejaron dominar, pasado su segundo disco, por esa necesidad de usar voces y abandonaron los instrumentales y la experimentación, fueron carne de lo que son, tras otros tres o cuatro discos intrascendentes: música para Starbucks y para cortinillas de insípidos programas de TV. Pero pocos grupos hacen discos como el primero que hicieron, Simple things, y colocan piezas de vals cósmico con bajos burbujeantes, como ésta. Aunque sea para después, desvanecerse.
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