Cada cierto número de días, se paraba delante de la pila de libros, y cambiaba el orden en que se encontraban amontonados. Buscaba el itinerario perfecto para salir del laberinto en que se encontraba. Así que, mientras mentalmente elucubraba sobre el número de combinaciones posibles en que podían ser ordenados, sostenía en una mano los libros mientras empezaba de nuevo la pila.
De manera que los días que el arrepentimiento se apoderaba de él, el libro que quedaba colocado en primer lugar era Cuadernos de la velocidad, autobiografía ligeramente novelada de Hermann Waldburg, piloto alemán de rallies de los años 90 que decidió llevar un diario de sus experiencias. Libro que le parecía sumamente sencillo de abordar, dado su estilo ágil y asequible. Le gustaba la idea del espíritu de triunfo y superación que parecía destilar la historia. Pero ignoraba (porque tenía la mala costumbre de desprenderse de los fajines autopropagandísticos que llevaban a veces los libros muy vendidos) la cuestión que había hecho famoso al piloto a posteriori, cuestión capital tanto para que el libro hubiese agotado 23 ediciones en alemán, como para que hubiese sido traducido a 11 idiomas (de entre los cuales sorprendía el turco): un significativo y prolongado epílogo donde, de una manera enigmática, usando acrósticos y anagramas, el autor describía al detalle como había planeado ejecutar el asesinato de toda su familia, a la cual culpaba del stress que sufrió a lo largo de su carrera, que lo convirtió en una persona triste y depresiva.
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