No hace falta haberme leído demasiado para conocer el enorme escepticismo que me provoca el medio televisivo habitual. Es decir, el basado en el modus operandi consistente en encender la TV, seleccionar un canal habitual entre los que se consumen, para a continuación, apagar el cerebro y dejar que te invadan las imágenes. Modelo televisivo que es el que impera en el estado en que habitamos.
Si nos ceñimos a lo que es un aparato de televisión, al margen de los mil y un reproductores que, hoy en día, todos le tenemos conectado, diríamos que es un aparato que reproduce imágenes que nos son enviadas desde la distancia. Sólo veo en directo partidos del Barça, que lo sepáis. Todo lo demás lo veo tras un caprichoso proceso de selección cuya única base científica sería un uso casi restrictivo de la intuición combinado con el accesorio personalizado de filias y fobias y manías y rarezas, cambiantes en función de hora del día, estado de humor, actividad sexual reciente, día de la semana, y previsión del tiempo para los próximos siete días. Aquí ni siquiera dependo de que, por caprichos del destino, la biblioteca decida hacerme llegar dos libros de literatura algo humorística, cuando llevo siglos agarrado a los distintos niveles de tragedias posibles, en tonos oscuros, como mínimo.
Entonces me encuentro a mí mismo, sorprendentemente, visionando a través de la web de TV3 dos episodios, emitidos casi consecutivamente, de El convidat. Los dedicados, respectivamente, a Quim Monzó y Miquel Calçada/Mikimoto.
En cierta inconografía básica de mi existencia, los tres personajes, invitado y anfitriones, pertenecen al restringido mundo de los personajes básicos del panorama de Catalunya.
Sería algo así como "Mikimoto consigue un programa serio (Persones humanes) donde da cobijo a una sección de comentarios de prensa (Buenafuente, en paradero español desconocido, y Monzó), que provoca una generación de falsos humoristas/falsos periodistas (Toni Soler, Toni Clapés, Albert Om) que, a larga, superan a sus mentores y constituyen una especie de nueva high class, con trazos comunes y heredados (cierta irreverencia gamberra, con continuidad garantizada, por ejemplo, en La competència de RAC1) pero con sus propios detalles y rasgos diferenciadores".
Recuerdo a Albert Om descojonándose, muchas veces, frente a Pepe Rubianes. Cómo se te echa de menos, Rubianes, por cierto.
Recuerdo a Clapés aturullado por los papeles y los datos en ciertas conexiones.
Era lógico que no pudiese resistirme:
Quim Monzó no deja de ser él mismo ni un segundo en su programa. Pero donde su aspecto serio y adusto (me recuerda a un Paul Auster que ha abusado de los hidratos de carbono), parece que nos va a deparar un canto de desesperanza similar al que esconden los cuentos de Mil cretins, resulta que Monzó se comporta como un hombre familiar, cariñoso, y no abandona en ningún momento una nada forzada estampa de buena química con Om. Se manifiesta como un escritor feliz escribiendo, comprometido por no decepcionar a quien le lee, sin que eso sea una obsesión que condicione su proceso creativo. Escritor que lee y lector que escribe, tan bien separadas sus dos facetas que acaban pareciendo una sola. ¿Me explico? ¿No?. Pues quién no lo vea igual debe irse. Ya.
Monzó no rehuye cierta emotividad con un ápice de socarronería, consciente como es de que pertenece a una generación en la que esos valores fueron castrados, sobre todo, por el estúpido sentido de la moral católica más pacata. Besa a su hijo, llama carinyo a Om, y le pide un abrazo al despedirse. Casi le dice con la mirada que puede quedarse unos días más, que qué coño, ya sacará tiempo para escribir lo que sea que se le ha atrasado. Como telespectador, que demasiadas veces es sinónimo de cabeza no pensante que babea ante lo que le eches, uno desea que diga que sí, que se quede. Que haya más desayunos de tenedor y más whisky tontorrón a deshoras.
Mikimoto : Mikimoto llevaba una estelada en la moto hace casi veinte años. Hace más de 20 sacaba clips de New Order en un programa los sábados por la mañana. Se mofó de la hermosa infanta, y se lo crujieron. Pasó a un segundo plano, y resulta que ahora estudia en Estados Unidos. Está solo en una ciudad con pinta de fría y aburrida. Recibe emocionado a Om, que pasa varios días con él. Sus compañeros en la facultad conocen entonces su condición de celebrity, aunque lo sea dentro de un subtotal de personas de un pequeño país que todo el resto del mundo parece empeñado en ignorar. Monzó que parecía más serio resulta ser más cachondo, pero Mikimoto, ahora Miquel, dice cosas íntimas con la mirada, aparte de las que dice con sus palabras. Como que es creyente. Como que piensa que no estaba preparado, intelectualmente, para la responsabilidad de entrevistar a según quién, hace años, ya. Ahora parece querer reinventarse, recuperar cierto tiempo. Él ya debe saber que eso es difícil, también es consciente del lujo que representa hacer eso. El momento clave en el programa es el instante de la despedida hacia el aeropuerto. Esos minutos, en medio de la calle, en medio de un intenso frío, Mikimoto mira a cámara sin mirar a cámara, quiero decir que lanza esa mirada a un horizonte algo difuso, e invoca el día siguiente al de la independencia de Catalunya. Lanza esa mirada teñida de añoranza, con los surcos del tiempo grabados en su rostro, con un alto porcentaje de su inicial chulería veinteañera reciclado en resignada madurez, casi nos dice que volverá para la política, es un programa de apenas 45 minutos pero, como el de Monzó, nos enseña más de la persona pública que dos horas en un plató en pleno prime time.
Ben fet, Om.
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