Inauguran a cien metros de casa una portentosa biblioteca de cuatro plantas. A mí las bibliotecas me sonaban tristes y oscuras y con gente que te miraba escrutadoramente esperando a abroncarte en el momento en que alzases la voz. Esta es blanca (aún no hace demasiado calor), espaciosa, y alegre. Y a pesar del inmenso desconsuelo que me dará separarme de algún buen libro que lea (pues no pienso quedármelos), no he podido evitar hacerme socio el mismo día que han abierto (ayer), y hacerme rápidamente con algunos de esos libros que dudas en comprar, que no acabas de estar convencido, pero de esta manera sí. Resulta que esta circunstancia añade un efectivo estímulo a la lectura : cuando el libro es tuyo, puede vagar y vagar por mesitas y estanterías hasta que encuentra su momento (algunos con este sistema no lo encuentran en toda la vida). Pero cuando ese libro tiene una solapa con una fecha de devolución, por lo menos en mi caso, todo cambia.
Así que leí, de una sentada, En el café de la juventud perdida, de Patrick Modiano, un libro que me he mirado decenas de veces, sin decidirme, en anaqueles de varias librerías, atraído por su editorial, Anagrama, que siempre me da confianza, y por esa portada completamente parisina (muy coherente, claro). Sí, uno puede sentirse atraído por las portadas de los libros, como pasaba con las portadas de los discos, ya hace años, por eso. Si se me permite escaparme del tema, diría que, en su época de esplendor, muchos discos de heavy metal eran comprados por sus masas de seguidores en función del horror que su portada era capaz de reflejar. Total, en el disco siempre estaba lo mismo. Pero si la portada mostraba, escribo al azar, una panda de perros rabiosos devorando las entrañas sangrientas de cualquier bella moza, con eso el disco ya molaba. No hace falta que aclare a nadie el lugar que el heavy metal ocupa entre mis preferencias sonoras (pues ya me parece un exceso incluirlo en las musicales).
Volvamos a la biblioteca : la decisión de no comprar el libro de Modiano se me ha revelado acertada tras leerlo. Historia corta, basada en la confluencia de cuatro testimonios separados y su análisis de la misma situación, lo único memorable del libro, y eso es muy poco bagaje, es una frase "cuando uno está enamorado acepta los misterios de la persona a la que ama", y, obvio, ese nombrar y nombrar de rincones de París, ignoro si todos son reales o no, cuyo colofón es la mención de la estación de metro de Bir-Hakeim, aquella cuya salida te lleva andando a los jardines al pie de la Tour Eiffel, los opuestos al Trocadero.
Curiosamente el libro que acompañó a éste en mi primer asalto a la biblioteca (ya no ha sido el único) fue de otro autor francés, Michel Houellebecq, Intervenciones, también en Anagrama, en este caso un compendio de antiguos artículos y ensayos, que funciona como acostumbran estos libros : al margen del valor literario, uno se encanta con artículos sobre temas que le gusten, a veces coincidiendo con esa opinión, a veces frontalmente en contra. Houellebecq, entre cuyos méritos le doy un peso específico muy importante al hecho de estar amenazado por los integristas islámicos, es valiente en su disección de los temas, valiente y desinhibido hasta puntos que pueden resultar incómodos a según quien. Su artículo sobre los pedófilos, escueto, seco, casi quirúrgico, muestra no sólo a un excelente escritor sino a un espléndido observador objetivo, capaz de sobrevolar temas delicados con la más absoluta de las precisiones, y de sacar conclusiones certeras, tan simples que acabas pensando cómo no te habías dado cuenta antes.
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