Pienso en todos los políticos que he visto en persona. Pienso en Jordi Pujol probándose trajes en la sección de sastrería mientras yo compraba ropa para mi hija. O en Ernest Maragall, charlando con su hermano Pasqual, en castellano, al lado de la suite en la misma planta de neonatología donde Gerard había nacido.
Recuerdo, fugazmente, como ayer por la mañana le dije a mi hija que era muy temprano para responder la duda que me planteaba: si pensaba si existía el centro político real.
Vuelvo con los políticos. Veo a Montilla saliendo del Clínic, seguramente saliendo entre discreta escolta de visitar institucionalmente algún enfermo célebre, de esos que optan por el higiénico hábito del uso de la sanidad publica.
Pero los que más recuerdo haber visto han sido alcaldes de Barcelona. Clos, y su penacho blanco, y Hereu, con su ridículo pelo rizado y su incontrolada voz. Parece cómodo ser alcalde: a base de moverte con escolta y hacerlo, sobre todo, por los barrios propios (que suelen ser medios-altos y suelen ser privilegiados en algunas de tus decisiones), rara vez uno se lleva una experiencia desagradable. La gente te saluda, te agradece el oportuno centro cívico inaugurado, lo nutrido de la biblioteca, la elegancia de las instalaciones recién estrenadas. Tú, como mucho, les sueltas una sonrisa ensayada, les tocas la cabeza a los hijos o a los nietos, mientras miras de reojo a los escoltas y procuras evitar que la conversación tome derroteros comprometedores.
El problema es que, a raíz de la consabida crisis, la progresiva mejora que acusaron algunas zonas de Barcelona quedó cercenada. Y muchos barrios se quedaron como estaban. Barcelona es una ciudad enormemente desigual, donde los contrastes entre zonas como Pedralbes y la Trinitat Vella son brutales y desafían toda lógica. Podremos atribuirlo a la elevada diferencia de rentas o al perfil del habitante de cada barrio, pero resulta indignante contemplar diferencias tan acusadas. Simplemente, no parecen formar parte de la misma ciudad.
Zonas como Trinitat Vella o Bon Pastor son aquellas cuyos votos mayoritarios han conseguido hacer de Ada Colau la candidata más votada para la alcaldía. Zonas castigadas por duras condiciones; empleo precario o desempleo, gran número de desahucios. Lo sencillo, cuando he buscado una foto de Colau, que hubiera sido ilustrar este post con una de sus camisetas verdes con el logo STOP Desahucios. Así es como Ada Colau accedió a la fama y así es como fraguó su imagen pública. Al lado de los peor afortunados, al lado de la gente que sufre, al lado del desfavorecido con cara y ojos que es oprimido por un poder sin cara que se escuda tras cuerpos de seguridad y sentencias judiciales. Sigo siendo algo reacio a considerar acertado que haya saltado a la política. Protegida por lo admirable de sus planteamientos, esa Colau imperfecta, cuando no directamente abrumada por el enorme poder al que hacía frente, era la heroína perfecta a la que solo podía reprocharse una cierta vocación de notoriedad. Simplificar esa imagen y hacerla descender a un nivel robinhoodiano parecía ser la baza ganadora de los políticos profesionales. Pero estos no contaron con su elevado poder de movilización. Ahora, tan sorprendida como segura de lo sólido de sus propósitos, Colau se dispone a ser la primera alcaldesa de Barcelona, ciudad que se autodecreta como modelo planetario por esa mezcla de atractivo turístico, bagaje histórico y voluntad innovadora, que encabeza la corriente que ha de crear un nuevo estado en esta Europa que es cada día más houellebecquiana.
He leído a Pérez Andújar, gris cronista de paseos por el extrarradio, a Ortiz, brillante generador de crónicas de barrios aniquilados por la dispersión física, y cualquier día venzo el miedo a las mil páginas de un Casavella que cerraría una trilogía de la Barcelona (Amat díxit) no-pija.
Yo no he votado a Colau: he preferido la coherencia minoritaria de las CUP. Pero me gusta que Colau reciba todas esas halagadoras diatribas tildándola de okupa, anti-sistema, comunista, extremista. radical, revolucionaria y todas esas cosas. Estoy casi seguro de que, de ser investida, no va a presentarse en stilettos y traje chaqueta. Seguro que llevará un peinado discutible y muchos la acusarán de no estar a la altura. Todos a los que irrita e irritará son gente a la que me gustaría irritar yo también. Ya se ha apresurado a poner en duda la aportación a la F1, cuestión que ha provocado comentarios con planteamientos numéricos y económicos dignos de la mayor ignorancia. Solo ha hecho que empezar, ni siquiera puede asegurar que vaya a ocupar el cargo y ya ha incomodado a unos cuantos. No puede ser más excitante.
Los buenos: sirva este comentario como contestación a mensajes y mails cruzados. Propongo 1 de septiembre como fecha límite de aportación de lo que sea. Lo que sea, repito. Y que, entonces, el pujante talento maquetador de Álex Azkona y mi indudable ojo para el tracklisting haga, previas consultas voluntariosamente democráticas, el resto.