- Esta persiana tenía la espalda de tu madre destrozadita.
- Deberías haberle instalado un motor.
- Sí. A todos nos convendría un motor. Anda, - me tendió las llaves - no te olvides de pasar por el gestor a firmar los papeles.
Aún tardé un poco en reaccionar. Llevaba unos días lento de reflejos. Era normal. Era un ser que vivía con las cejas arqueadas desde que me habían dado la noticia.
- Hijo, nos hemos pasado la vida en esa tienda. Ahora nos toca disfrutar.
Y qué otra cosa pude hacer. Encima, Carla estaba entusiasmada. Desde que nos conocíamos, me había hablado de una de las ilusiones que la trajeron a Barcelona: tener algo parecido a un negocio propio. No tener que obedecer a un superior. Bajar una persiana, sí, pero antes recoger la recaudación y llevársela a casa.
- No todo es tan bonito como parece. Cuando llevas un negocio propio, nunca ves el momento de acabar. No hay horario, no hay nómina a final de mes, no hay vacaciones ni fiestas si las cosas no rinden.
- ¿Qué negocio así no va a rendir?. Desde luego, no uno de alimentación. La gente siempre necesita comer.
Lo cual era cierto: todos necesitaban comer, pero necesitaban comer mucho más de lo que les vendía la tienda que había diez metros a mi derecha. Regentada por unos chinos, que yo, a duras penas diferenciaba entre ellos, por su sexo y su tamaño. Cuatro o cinco, quizás más, de ellos. Sentados pacientemente ante el mostrador leyendo el periódico en esas endiabladas letras suyas. Cobrando sin apenas alzar la vista ni dirigir la palabra, recogiendo los billetes con indiferente diligencia, y entregando cambios siempre exactos.
- Podías haberme dicho que la cosa había pegado ese bajón, papá.
El teléfono al otro lado devolvía ruidos de todas clases.
- Hijo, están llamando nuestro vuelo. Cuídate, ya te llamamos nosotros cuando lleguemos a Buenos Aires.
Qué coño se les había perdido en Buenos Aires. Y en todos los países que habían visitado o les quedaban por visitar. Habían cobrado uno de sus planes de jubilación y estaban viviendo la vida. No se lo podía recriminar. Si yo algún día llegaba a su edad, y tenía un hijo desempleado al que colocar un negocio que andaba titubeante, y algo de dinero que un banco no había conseguido robarme o convencerme para invertir en unas acciones ruinosas, no sé si elegiría el cono sur en pleno otoño, pero algo haría. Moscú, Praga. Donde fuera, con tal de no ver chinos.
Ellos, mis chinos, seguían allí. Mal: empezaba a distinguirlos. Estaba el tipo que siempre estaba en la puerta a media mañana. Parecía el propietario. Siempre llevaba una camisa polo de un color anaranjado y fumaba compulsivamente. Estaba algo calvo para ser un chino. Pensaba que a esos no se les caía el pelo, pero mira tú. A veces se había cruzado conmigo por la acera, y yo había probado de echarle una mirada algo desafiante. Como si la calle Provença de Barcelona fuese a ser el O.K. Corral. Estaba la que debía ser la mujer, que siempre iba deprisa a todos lados. Aún así un día, que dejé a Carla en la tienda, la seguí: iba al banco a ingresar dinero, como casi siempre a la misma hora.
Todos los días que el banco abría estaba allí, ingresando la caja del día anterior.
Y yo ni recordaba cuando lo había hecho por última vez.
- Eso se llama dumping. Vender un producto por debajo de su coste, o usarlo para atraer al cliente al punto de venta y colocarle otros productos con mejor margen. Tú deberías centrarte en el nicho de Producto de Alto Valor Añadido.
El asesor tenía su despacho en una cuarta planta. Bajé por la escalera casi saltando por los rellanos. No había duda: a ver qué iban a hacer los chinos y su tienda cutre en la que apenas pasaban la escoba, cuando yo reformara la mía y le diese un toque de charme y un indiscutible aroma gourmet.
- Pero no podemos permitir cerrar durante la reforma. Iremos decorándola sobre la marcha.
Tras otra llamada de mis padres, precipitada y llena otra vez de interferencias, preguntas sin respuesta o respondidas con evasivas, y rmontones de ruidos de fondo, me puse manos a la obra. Los anticuados anaqueles de fórmica blanca, viejos y agrisados, empezaron a vaciarse de arroz y pasta y latas de tomate en conserva y de atún. Si los chinos querían vender todos esos productos a un margen ridículo, si querían reventar el mercado, yo no iba a hacerlo. Para eso tenía mis asesores.
- Estás algo equivocado en lo de la estética vintage. Eso consiste en tener carísimas cosas nuevas con aspecto envejecido. Cuando las cosas son viejas de verdad, no son vintage. Son viejas. Puedes hacer lo que quieras. Pero en fín, lo importante es el producto, distinguir tu oferta: concéntrate en Producto de Alto Valor Añadido.
Puse vinos caros, puse cervezas de importación y productos de lujo: almejas, conservas vegetales de esas que parece que han sido elaboradas artesanalmente. Aguas minerales francesas, en botella de vidrio. Repostería de alta gama. Algo de charcutería selecta. Quesos con aspecto de llevar años de procesos tras de sí.
Lo otro que había dicho el asesor. Que ese tipo de negocios había cambiado con la irrupción de los chinos y que no había más remedio que alargar un poco los horarios. Así que empecé a mantener la tienda abierta hasta las 10 de la noche. En lo referente a la decoración, limpié a fondo y cambié algo la disposición de los muebles. Les dí una capa de barniz, algo patética. Iluminé la tienda con velas junto a los convencionales tubos fluorescentes. Dos grandes velas, de más de un metro de alto, flanqueaban la entrada: una azul y una roja.
- Todo funcionará a la perfección: Hará falta que me ayudes una temporada pero luego ya podremos contratar dependencia.
Así que Carla abandonó el trabajo con el que había sobrevivido desde que había llegado a Barcelona: médium en un gabinete que atendía físicamente pero también por teléfono e internet.
- Pues voy a acabar alegrándome. La gente está muy rara últimamente. El otro día un chalado me pidió que contactara con el espíritu de Roberto Bolaño para saber qué opinaba de Eduardo Galeano. Se ve cada cosa.
A los dos días, los chinos colgaron el cartel precariamente escrito en una impresora, font Times New Roman tamaño 72, letras mayúsculas: "vino bueno y cervezas importación muy baratos".
No podía evitarlo. Me quedaba parado en el umbral de la tienda, brazos en jarra. Entre las dos velas enormes, parecía la figura en un conjunto escultórico de dudoso gusto y resultado patético. El conjunto resultaba alterado por los, algo convulsos, movimientos laterales de mi cabeza. A izquierda y derecha, parecía querer avistar a lo lejos la aproximación de un cliente: para aclararme la voz, para tener presta la mejor de mis sonrisas (cómo me costaba, ya, sonreír), para echar un rápido vistazo atrás en comprobación de que todo el género estaba perfecto y listo para llenar bolsas y bolsas de generoso dispendio, de pistoletazo de salida para que aquel triste rincón deviniera el centro de peregrinaje de los gourmands de aquel barrio y los colindantes...
Puntos suspensivos. Porque todo eran fogonazos. Y falsas alarmas y espejismos que se acercaban y pasaban de largo.
Así pasaban un día tras otro, de lunes a sábado, de diez de la mañana a diez de la noche, hora en que, cansados de no hacer nada y decepcionados, metíamos unas cuantas cosas de las que no vendíamos, a punto de caducar, y nos las llevábamos a casa para prepararnos la cena.
No iba a poner un euro más allí. Donde aquello iba a ser una herencia estaba siendo un lastre. Mis visitas a los asesores (y, por tanto, sus facturas) se producían mensualmente.
- Haz dumping tú también. Coloca algunos productos por debajo de su coste, haz que los clientes acudan.
- Vienen, y sólo se llevan lo barato. Se largan sin comprar lo otro y cada cliente que entra me cuesta dinero.
- Piensa a largo plazo. No seas cortoplacista. Estás invirtiendo en fidelización de la cartera de clientes. En clientes de alto poder adquisitivo. Huye de los gangueros.
- Han empezado a abrir hasta la 1 de la mañana, y por la mañana abren un cuarto de hora antes. Y los domingos por la mañana también abren.
- Están desesperados: ya notan que les estás haciendo daño. Mantén tus horarios y sube precios: es importante que el cliente perciba la diferencia cualitativa de tu marketing mix.
Segundo cartel de los chinos "buenas comidas de muchos naciones, precio económico".
Carla empezaba a no verlo muy claro.
- Sigue sin entrar mucha gente.
- Es que te pones delante de la puerta como si fueses un guardián. Tienes que dejar de estar ahí con esa pose desesperada. Siéntate dentro: lee, navega por internet, no muestres ese desespero.
- Mira: si quieres no vengas más que por la mañana un rato. Descansa, ve al gimnasio, sal con alguna amiga.
Y el asesor seguía haciendo facturas.
- No cubro ni el sueldo mínimo que le he aplicado a Carla.
- La nuestra es una apuesta a largo plazo. No hay que renunciar a nuestro core business.
- Los proveedores empiezan a quejarse de que no les pago. Me dicen que no me servirán género.
- Bueno, si no vendes apenas eso no va a ser un problema, ¿no?. Lanza una campaña de descuentos agresivos para eliminar stocks y recapitalizarte.
Harta de todo, Carla un día me dijo lo inevitable.
- He conocido a otra persona.
Y a mi no se me ocurrió otra cosa que decir.
- Espero que al menos no tenga los ojos rasgados.
Tengo esos detalles de auto-mortificación.
Los asesores seguían a lo suyo.
- Tienes que crear en la clientela una imagen de marca de la tienda. Contrata a una dependienta guapa para que la atienda y tú limítate a gestionar y dirigir el negocio.
Lo cual consistía en huir de los acreedores y en retirar escrupulosamente la escasa recaudación para poder pagar el escandaloso sueldo de la dependienta-florero.
- Ya veo lo que te ha costado olvidarme. Aparezco por la tienda para que hablemos y has tardado en poner un bombón a atender el negocio en mi lugar.
No me dio tiempo de darle explicación alguna antes de que Carla colgara.
Más asesores.
- Diversifica: sorprende con nuevos productos a la clientela, haz promociones especiales. Por cierto, no podremos atenderte más, hasta que nos pagues las facturas pendientes.
Tercer cartel chino.
"seccion comida de animales. Promócion especial comida para reptiles!"
Cazaban los ratones y bichos que encontraban en el almacén y se los vendían al chalado del barrio que había montado un terrario en su balcón.
Carteles. Decidí hacer el mío.
"Clientela del barrio: harto de intentar llevar adelante el negocio, el próximo sábado ofreceré un producto único: a las diez de la noche, hora del cierre de la tienda, me suicidaré delante de todos los que quieran estar presentes".
Así que allí estaba, el sábado, diez menos cuarto, preparando mi combinación de caro vino de marca y cuantiosas dosis de barbitúricos, contemplando como, diez metros a mi derecha, tres chinos, sentados en sendas mesas en plena calle, blandían, arremangados, tres cúters contra sus muñecas.