dilluns, 21 de juliol del 2014

PODRÁN vs PUDIERON

Descontento.
Anonimato.
Tertulias.
Campaña.
Redes sociales.
Éxito.
Millón.
Sorpresa.
Focos.
Coleta.
Corbata (floja).
Camisa (roja)
Coherencia.
Contundencia.
Repetición.
Polémica.
Saturación.
Sobreexposición.
Pasado.
Error.
Enemigos.
Enemigo a batir.
Campaña.
Acoso.
Acuerdo.
Posibilidades.
Financiación.
Compromisos a cumplir.
Debilidad.
Tambaleo.
Derribo.
Olvido.
Oportunidad (perdida).

vs

Firmeza.
Absoluta.
Casi utópica.

diumenge, 13 de juliol del 2014

HOMO TÉRMICO

Fotografia de Daniel Castellà - El Sol sale sobre Barcelona, visto desde Castelldefels
Un mes de julio realmente suave en Barcelona. El calor, ya saben, justifica ciertos crímenes y todo. Sí: parece que ciertos jueces aceptan una temperatura extrema como atenuante ante ciertos actos. Hacía tanto calor que mis sentidos estaban cegados. O para ciertas palabras: el calor me hacía escribir irradiando rabia y rencor, hacía que las palabras enrojecieran a medida que las escribía y yo qué podía hacer. No podía hacer nada para evitarlo ni podía juntar bastantes energías para resistirme. Entonces un verano suave implica que la gente mantenga la compostura, que la gente pasee por las calles con un aspecto más relajado, que la vida sea más agradable puertas adentro y puertas afuera.
Hoy hay una final en la que voy con Argentina, por cierto. No hay nada más veraniego que el color albiceleste. El color albiceleste es el color de la brisa, y aunque esa combinación cromática de la magnífica foto sea casi una deconstrucción de la bandera alemana, resulta que el Sol de verdad está en la bandera argentina. Eso es del dominio público.

Matmos, excelso grupo de música electrónica que titubeó en sus primeros pasos con el click'n'cut, tienen un proyecto paralelo llamado The Soft Pink Truth. Un proyecto de ritmos más definidos y con ciertos aires de cabaret berlinés. Puede que el último y excelente disco que publicaron bajo su nombre me aportara un adelanto en forma de esta extraña versión de los Buzzcocks.


Cuando interpusieron ese vocal gutural tan propio del black metal debería haberme temido algo como lo que ha surgido ahora. Se trata de un nuevo proyecto consistente en adaptar algunos de los clásicos (y para mi indistinguibles) de este estilo. He de decir que no hay nada que yo deteste más que el black metal o el death metal o como queráis llamarlo. Un estilo carente de cualquier sentido más que la pura provocación o ese extraño enaltecimiento de la rebeldía que lleva aparejado el rock desde que se intuyó que algún día podría usarse con la finalidad de promover algún cambio en su entorno. Los lideres del estilo viven entregados a coquetear con la violencia extrema, la crueldad, la sordidez, pero, qué queréis que os diga, no pienso creer en esa pose si su actitud vital no va acompañada, y no creo que nadie vaya así de pinturrajeado a comprar el pan cada mañana. Porque comerán pan, supongo, aunque sea para acompañar a los niños que devoran. Wow: que miedo.


Grupos como Gorgoroth, cuyas camisetas llevarán de aquí un tiempo los niños de seis años, como si fueran las de Iron Maiden, son una muestra más de la banalización en la que el capitalismo ha convertido la rebeldía inicial asociada al rock. De eso no queda nada, absolutamente nada. Neutralizado por el sistema y asumido por el voraz mecanismo de comercialización, lo genial del disco de Soft Pink Truth no es la música sino la actitud. Despojar esas canciones de títulos intimidatorios, de guitarrazos, voces de futuros traqueotomizados y baterías espasmódicas solo hace que revelar eso que a estos tipos tanta rabia les da. Que despojar las cosas de las capas de superficialidad siempre acaba descubriendo si hay algo consistente bajo ellas. Y con el black metal, este no es el caso.




diumenge, 6 de juliol del 2014

MIL MILLONES DE MOSCAS

Los caminos de la mente humana son inescrutables.
O sea, si no he perdido un cuarto de hora en mi vida en escuchar un disco de Julio Iglesias, o en leer unas cuantas páginas de Federico Mocchia, ¿por qué, eh, por qué me paro delante del televisor tres cuartos de hora para ver la mitad de una película como Ocho apellidos vascos? ¿es que he depositado alguna esperanza ante la posibilidad de comulgar con los gustos de la gente? ¿a estas alturas? ¿puede suceder que la promoción haya hecho que todo el mundo que ha ido a verla pagando su entrada haya salido decepcionado pero se haya callado esa decepción, y el famoso boca-oreja sea un bluff como una catedral?

No hay respuesta más eficaz que ver la película y dejarse llevar por su inverosímil historia, con amagos de Romeo y Julieta, con todos los ganchos hábilmente dispuestos para que la gente se sienta identificada, desprendiendo ese tufo de buenrollismo impuesto por cuestiones mercantiles. Y cómo se enfoca hablar de un artefacto tan endeble sin apelación a aspectos técnicos impropios de este rincón visceral y resabiado del planeta. Trama sin ningún atisbo de ser verosímil, simpleza argumental que provoca vergüenza ajena, finalfelicismo de cuaderno de deberes veraniego de segundo de primaria. Ah. Y la palabra: lo evitaba, pero no lo he podido impedir. Tópico. Los andaluces, divertidos, simpaticotes, atrevidos pero galantes (y caballerosos: no se abusa de una mujer bebida). Los vascos... obviando el mensaje de que cualquier menor de 30 años se dedica a provocar manifestaciones y a incendiar contenedores como si fuera una asignatura más de su formación escolar, pues a los vascos se les trata con un desprecio absoluto, ridiculizando sus hábitos, su forma de vestir, su rudeza: todo en una caricatura que no comprendo como no ha levantado ampollas, eso sí (posible explicación: si la película tuviera calidad para ser tomada en serio, quizás, pero no, cero), mostrando la exuberancia de los paisajes euskaldunes, en una especie de episodio bastante carente de gusto, como de mostrar mirad los españoles los pedazos de tierras que tenemos sometidos.
Lo triste es que estamos amenazados por la firme  posibilidad de Nueve apellidos catalanes, que ejercerá su misma finalidad: burlas, publi-reportaje, puentes de unión, pero con lo cañí venciendo siempre sobre lo rarito, que somos todos los que no nos ceñimos a esquemas y perfiles comunes. Y con ese estúpido concepto de la transversalidad como argamasa unificadora, como máximo común divisor que busca en la uniformidad y en la búsqueda de detalles que nos unen la mejor garantía para acceder al mayor porcentaje posible de la inmensa masa borreguil.
Y claro que podría haberme relajado un poco y haber tratado Ocho apellidos vascos como lo que es: una peliculilla sin pretensiones más que de constituirse en una sucesión de gags y situaciones para que la gente pase la tarde después de merendar o antes de cenar, a la que no hay que dar más importancia que la de hojear una revista de cotilleos en el sillón de una peluquería de barrio. Una peliculilla sin pretensiones, oigan, respaldada por un potente grupo mediático, promocionada hasta la saciedad, y completada por un absurdo marketing: tazones con los nombres de sus personajes. ¿Quienes se habrán creído que son? ¿Personas que cambian nuestras vidas?
Pues no. Solo voy a salvar los enormes ojos almendrados de su protagonista femenina. Heterosexualidad maldita, oigan.
Por tanto, Ocho apellidos vascos termina elevándose como lo que quiere ser: un calculadísimo canto al poder del amor y a la diversidad cultural y lingüistica de ese idílico estado español que es su único, grande y libre mercado.
Se eleva, sí, y luego acaba desplomándose como lo que es: una enorme bosta de mierda. Elegid si hueca, o rellena de más mierda.

apuntes post-edición: gracias a Horacio por la aclaración sobre término: verosímil suena mejor que verídica, claro.
Y puestos a aclarar: por si de lo dicho y redicho no se deduce: la película no vale un pimiento.

dimecres, 2 de juliol del 2014

EL FINAL ALTERNATIVO

"Es mejor llevar a la gente a oír música donde podamos controlarlos"

Treme. No sabría decir muy bien de qué trata. Sé que he acabado los raquíticos (HBO no permitió más que eso a sus productores) cinco capítulos de su cuarta y última temporada, y sé que los he acabado muy consciente de que no iba a haber finales al uso. Demasiado coral, demasiado a espaldas de los esquemas narrativos a que estamos habituados.
Una muerte de alguien que ya sabíamos que estaba muy enfermo.
Un pequeño oasis de justicia en medio del océano de injusticia que es el capitalismo. Que es, además, un conato de redención.
Y eso es lo más cercano a conclusiones. 
Pero es que las series de David Simon son la vida: y la vida continua, oigan.
Y por eso mismo ver Treme es imprescindible. Con sus lagunas de inacción y su abuso de los footage en vivo de clubs (curioso: la gran mayoría de la música que sale en la serie a mí no me dice nada), pero con todo lo que ello acarrea. Estamos presenciando la vida real de una serie de gente en una ciudad asolada por una desgracia como el Katrina. De hecho, la presencia del huracán solo aflora en la última temporada porque se han conservado los títulos de crédito.
Ateniéndome a la frase que inaugura este post, podría decir que Treme es otra pista más de que la sociedad americana se sustenta sobre todo en una escrupulosa aplicación de la justicia y el control. Músicos, sí, público, sí, cerveza, sí, pero dentro de un ámbito. El control previsto sobre el proyectado Centro Nacional del Jazz es lo mismo que el Hamsterdam de The Wire. Controlemos a los malos y alejémoslos de los demás. Como las Reservas Indias, ya que hablamos. 
Quizás, pero sería demasiado ya concebir una Trilogía de los desastres de tres grandes ciudades americanas, David Simon pose sus ojos en Detroit, ciudad de edificios fantasmas, y construya una trama basada en los grandes íconos del techno y en cómo presenciaron su hundimiento. Rezaré por ello, aunque sé que no. Lo que no sé es por cuánto tiempo se sustentará David Simon de producir extraordinarias series que hacen babear a la crítica y a cierto público por su deslumbrante calidad y su capacidad de trascender el espectáculo televisivo pero que no consiguen esa masa crítica de seguidores que garantiza repercusión. Como la violinista que necesita que su música suene suya, pero acaba cediendo parcialmente a los dictados de la industria. Supongo que es aquello de la total confianza en lo que se hace y la apuesta por el largo plazo. Pero da miedo. Porque si The Wire ya era difícil de catalogar porque había temporadas que tardaban en arrancar, hay que decir que aún conservaba esa reconocible condición de serie policíaca o serie sobre bandas de narcos o serie sobre mafias. Treme, ni eso. 
Y sigo pensando que todos los que leen esto deberían verla.
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