Sabida es la divergencia entre los gustos populares y la opinión de los críticos. También he de reconocer la influencia que críticos de ciertos medios ejercen sobre mí a la hora, básicamente, de acercarme a muchas de las obras que acaban gustándome. Ser el primero es difícil, para alguien ajeno a la propia industria imposible, el primero es el propio autor cuando toma distancia y juzga su obra, la mayoría dirán que le encuentran todavía un montón de cosas a mejorar, pero, llegado un punto, la ofrecen al mundo.
Muchas veces pienso en cuantas personas a la vez que yo oyen una canción, la misma que yo, o leen un libro, el mismo que yo. Los gustos minoritarios, por vocación o no, ayudan a contestar estas cuestiones con cifras de pocos dígitos.
Parece ser que Sukkwan Island, intraducido (queda más guay) título de la primera novela de David Vann, quiere ser uno de esos libros clásicos de autor novel, editorial pequeña, tema sensible, se encumbra gracias al boca-oreja hasta la cúspide de las preferencias de un sector limitado, pero connaisseur, de público, encumbramiento en el cual acostumbra a ser un factor clave el entusiasmo de cierto perfil de críticos. No sé qué pasa entonces, conmigo, que ese patrón tan cumplimentado paso a paso no llega a ser suficiente. Cuando queda atrás el entusiasmo y estás a solas ante el libro, nada de eso importa: las páginas y tú.
No creo que este libro vaya de conflicto generacional : un niño de 13 años que acepta pasar una temporada con un padre alrededor de la cincuentena, obsesionado con reencontrar alguna identidad perdida entre divorcios, infidelidades y vida algo aburguesada (quién, si no, se permite adquirir una propiedad en Alaska tras renunciar a su trabajo). Aquí no hay angustia adolescente, si acaso algo de crisis de la mediana edad, pero no es el aderezo básico. Referencia básica al leer este libro: La carretera de Cormac McCarthy, otro libro seco como mascar una bola de algodón, otro libro de soledad compartida, pero también, ya andaba cerca de decirlo, otro libro del que acabas pensando no era para tanto. Ocurre que, como pensé del libro de Kenzaburo Oé de hace apenas unas semanas, cuando una trama es justa la de un cuento o cualquier cosa que los grandes liquidan en breves páginas (pienso en Robertson Davies o Bolaño por su inserción rozando con lo casual de historias que son grandes creaciones, como si no pasara nada, pero también pienso en Monzó por su capacidad de concreción y pasar de puntillas por circunstancias trágicas ), pues en ese momento, sacar 210 páginas en base a alargar una historia, pero hacerlo sin gran aportación literaria (la frase que te apuntas o que te hace pensar), y darle un colofón (evitaré los spoilers) excesivamente novelesco, en el mal sentido, a mí me deja una cierta sensación de semi-bluff.
Sukkwan Island es seguramente mejor que el 98 por ciento de los libros, pero yo no me leo el 2 por ciento restante de ellos. La sensación, a no ser que uno sea uno de esos eruditos remojados hasta las cejas en clásicos romanos y griegos, es haber leído una historia algo increíble y poco rigurosa, contada con frialdad y un estilo limitado. Historia que en un libro de Raymond Carver o de Richard Ford quedaría allí, entre la de una pareja que sólo discute en lugares públicos para que los extraños puedan opinar sobre ellos, y cualquier otra historia de literatos de verdad, cosa a la que Vann, de momento, no llega.
Sin respetar apenas la cuarentena, contraviniendo sabios consejos de Gustau de Cercles sobre períodos de descanso aconsejables entre libros (y la alternancia de estilos), acabo las últimas veinte páginas de Sukkwan Island para tirarme, literalmente, sobre El mapa y el territorio. Apenas 50 páginas y Houellebecq ya ha arremetido contra los grandes artistas/performers millonarios, las empresas de servicios por internet, y ha opinado de sí mismo en tercera persona, como si fuese un crítico de la sección literaria ( de unas cinco líneas semanales ) de una revista del corazón de última categoría. Ahí me esperaba, y ya voy.
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