Hay dos imágenes que resultan recurrentes en los últimos días.
Sandro Rosell, pelo rapado, moreno, con barba, camiseta cutre bien alejada de su sempiterno traje marengo, sonriente como solamente sonríe quien, habiéndose despojado de un enorme peso que le atenazaba, afronta una cómoda vida con los bolsillos repletos de dinero. De los despachos al
bohemian bourgeois.
La otra es la de Leo Messi en diversas poses, siempre cabizbajo, siempre con la mirada perdida en algún punto del suelo, siempre o casi siempre con brazos en jarra, como meditando lo que es inmeditable, como queriendo remediar lo que es irremediable: pelota perdida, ocasión desperdiciada, derrota en partido, derrota en eliminatoria.
Y yo me presento aquí, con un aire oportunista, aunque no es el primer grado de oportunismo posible, no seáis crueles, el oportunismo máximo sería, como la avariciosa comerciante (no todo el mundo merece ser llamado librero porque venda libros) cercana a mi casa, que guarda el letrero, siempre el mismo, que pone
in memoriam, y planta, plantará mañana a su lado, los libros de Gabriel García Márquez.
Pero algunos aquí esperan con disimulada impaciencia a que yo escriba sobre el Barça, que ya es menos (muchas cosas importan más) que escribir sobre otras cosas, que quizás ya no merece que yo me lleve grandes disgustos. Antes, quizás, pero uno madura, a fuerza de pegarse castañazos, uno madura.
Y uno, también, al final se debe a su público.
Ninguna de estas líneas hubiera sido escrita, por eso, si el remate al poste de Neymar hubiera acabado en la red, y a ello hubiera seguido una disputada prórroga o hasta una tanda de penalties donde la suerte hubiera vestido de azulgrana. Ya no digamos si, encima, uno de los ataques a la portería del Granada hubiera acabado en gol, como solía pasar, detalle que hubiera mantenido tanto a Madrid como a Atlético a una distancia suficiente como para depender de uno mismo.Y para la Champions, lo mismo: un gol hubiera significado un tiempo extra en el que un equipo más experimentado a sufrir la presión hubiera tenido una ventaja sustancial.
Asi que un gol en cualquiera de esos tres partidos significaría una esperanza abierta, un título o una posibilidad de obtenerlo, y no esta tan literariamente socorrida cuestión del via crucis y la semana trágica y el annus horribilis. Qué reiterativos somos.
Pero las cosas siempre vienen de lejos. Eso se dice. A pesar de esas circunstancias tan azarosas, somos incapaces de dejarlo todo en manos de la suerte y siempre hemos de pensar en las cosas como integrantes de una serie, de una cadena con eslabones anteriores y eslabones posteriores, parece que como homo-sapiens necesitamos encontrar una explicación a todo, una secuencia explicable, hiperpolable y extrapolable. Coñazo de pensamiento científico. Y la única verdad es que en nuestras existencias hay certezas que no implican que no haya otras certezas. Puede haber varias verdades, sin que éstas se nieguen las unas a las otras. Si es que está muy claro.
La primera es que un equipo de fútbol no son más que once seres humanos con una habilidad particular, pero expuestos a la intemperie de sus vidas. Maduran, pasan buenas o malas noches, la bota les molesta, el rebote les va al pie malo, reciben malas noticias, discuten con la mujer, cenan algo que les sentó mal, o simplemente toman la decisión pensando en que el compañero va a ir por un lado, y va por el otro. De ese cúmulo de circunstancias inabarcables depende su rendimiento como conjunto, pero es que además tienen otros once tipos ante sí que están firmemente resueltos a que lo hagan lo peor que puedan.
Partiendo de esa premisa, la confluencia de intereses comerciales que rodea a esa actividad de desarrollo tan imprevisible sólo llega a la conclusión de que, para triunfar en ese desempeño, no queda más remedio que aplicar lógica de puro mercado. Si quiero al mejor (al que, hasta el momento, más ha parecido capaz de sustraerse a esos imponderables) he de pagarle, más que los demás que también lo quieren, y el dinero lo he de obtener como sea, vendiendo camisetas, haciendo anuncios, endeudándome, escondiéndoselo al fisco. Ay. Pero es que aquello de que los rendimientos pasados no garantizan rendimientos futuros también funciona. La lógica empresarial no sirve para todo. Lo siento, señores sesudos de ESADE. Y el Barça, con escasos intersticios, lleva demasiados años regido por una lógica empresarial que tiene sentido a la hora de evitar bancarrotas o fraudes monumentales, pero que crea una sensación de alienamiento. Decisiones que están bien tomadas con las vísceras pasan por el tamiz de la lógica de los números.
Tuve la oportunidad de sostener una conversación casual con un relojero culé, ayer. Y parece ser que hay más gente que piensa así de lo que parece. A pesar de lo cual, el sí para abordar una descomunal reforma del estadio, reforma que obligará más que nunca a la obtención de recursos financieros para poder abordarla, resultó ganador por amplia mayoría.
Dicen que Guardiola atisbó todo lo que se cernía sobre el equipo y, como cuando llegó al equipo y se cargó de un plumazo a Deco, Ronaldinho y, un año más tarde, Eto'o, años más tarde planteó la necesidad de prescindir de algunos jugadores cuyo comportamiento no resultaba de su agrado (curiosamente aquellos más habituados a la presencia en el papel couché: Piqué, Cesc, Alves). Comprobar que ese proceso contaba con firme oposición, que parte de ésta consistía en supeditar intereses económicos a cuestiones deportivas, y que, si no funcionaba, se giraría en su contra, fue lo que le acabó de decidir a abandonar el club.
Y no sé si los seguidores estaríamos felices con un modelo contra viento y marea como el de clubes como el Athletic de Bilbao. Nos falta paciencia. Y nos seguirá faltando.
Posiblemente, continuará.