dilluns, 17 d’octubre del 2011

AMOR DE MADRE

Rara vez he aceptado presiones para elegir temas sobre los que escribir. La presión que mayor mella hace en mí es el caprichoso ritmo en el que la biblioteca en la que me proveo va recibiendo libros que susciten mi interés, y lo colmen mínimamente a continuación. Ese sería el norte de este blog en las últimas semanas, norte del que siempre se habla en términos de pérdida y hallazgo, esa pérdida que es sinónimo de descarrío y deriva, en que ciertas personas se sumen, algunas para no volver de ella. Pero uno interactúa, como el personaje de Bolaño, él no interactuaba demasiado, yo sí. Así que debo aceptar una sugerencia de Pilar, que es mi mujer aunque no la nombre apenas. Cosa que no tiene nada que ver, pero lo aclaro. No soy de escribir elegías, regalos que empobrecen aunque colmen el ego, pero lo colman de un alimento que es de difícil digestión. Me sugiere mi mujer que hable de la experiencia que sufrimos ayer.

Podría mencionar a Paco Candel y aquel viejo libro que muchos leímos a instancias de profesores algo progres de instituto : Donde la ciudad pierde su nombre. También sería una opción hablar de flujos migratorios estimulados a medias por la pura necesidad económica y, según teorías de mayor o menor calado, el interés de disolver la pura raíz genética catalana mezclándola con gente procedente de otras partes del estado. Sería tan estúpido por mi parte urdir teorías sobre cimientos tan precarios como intentar proclamar a ciencia cierta que nadie que se apellide García pueda ser independentista o alguien que se apellide Guardans no entienda una palabra en catalán. 
En los últimos días, y designado por el azar del calendario de un grupo enterrado en una división perdida en una de las múltiples categorías del fútbol base infantil, he tomado, por primera vez, contacto con alguno de esos barrios de alguna de esas poblaciones a las que, apretujados en los cómodos y conocidos confines de los distritos cnfortablemente concéntricos (Mònica, aliteración!), muchos hemos renunciado intrínsecamente a acudir más allá de lo mínimamente necesario. La mina: qué poco hay que alejarse de la personalidad barcelonesa para que las dos palabras pierdan truculencia y trágico sentimiento. 
Acudo un domingo por la mañana por primera vez allí, hace una semana. He de decir que hoy digo acudo pero hace una semana decía me aventuro. De noche, dice el refrán, todos los gatos son pardos. De día, salvo el estado de las calles o la sensación destartalada de algún comercio (también se echa en falta presencia de oficinas bancarias), nada nos hace pensar que estamos en uno de esas zonas de nadie donde la policía no se atreve a entrar, donde historias hablan de ser la paridera de generaciones de quinquis que luego invadían toda Barcelona para, con la única mención del barrio del que procedían, invitarnos a vacíar nuestras carteras, no hace tanto. Donde el idioma es el castellano y la banda sonora es Camarón, cassettes de gasolinera. 
Pero las oleadas migratorias no tienen en cuenta todo eso. Esos barrios ahora disponen de sus cuotas de magrebíes, de latinos, de rumanos. Los que pensaban que ahí podía establecerse y reinar también una pureza de los suburbial, una especie de genotipo de la pura barriada de extrarradio, esa raza azotada por autopistas que estrangulan barrios, por cauces de ríos anegados de porquería, por solares llenos de basura donde nadie querría establecer ninguna cosa para nada, por chimeneas que emanan insanos gases durante todo el día y toda la noche, por arquitectura diseñada por la cruel escuadra de los constructores de edificios colmena, ésos se han equivocado. De día no parece peor que muchos otros sitios, pues ya es de lógica que ni en los barrios más exquisitos a uno le dé por meterse en rincones donde no le llaman. De noche, pues no lo sé, y creo que seguiré sin saberlo.
Porque la segunda experiencia fue ayer. No sé cómo sacarle un partido literario a ésto, pero habré de esforzarme. Debo evitar mil tópicos, desde los del periodista deportivo amateur que habla de esos campos hasta el sociólogo de pacotilla (figura a veces demasiado presente aquí) que habla del buen o el mal ejemplo de los padres, ni mucho menos el del sacerdote coraje que opina que hay que buscar lo bueno en la gente.
Soy ateo, y uno de los fundamentos de mi ateísmo es que, por un puro sentido práctico, no siendo partidario de la venganza, lo soy aún menos de poner la otra mejilla. 

Aquí está el otro 50 por ciento: justo ayer recibimos la visita del equipo de ese barrio. Tan optimista y tan lleno de confianza en el poder de la comunidad como regresé el domingo pasado, está claro que uno no debe relajarse. Nunca, pero menos en este mundo de hoy que políticos mediocres y bancos torpes han generado.
Niños de nueve a diez años que entran en un campo de fútbol insultando a los rivales, antes tan siquiera de empezar a jugar.
Padres de esos niños que se distribuyen en el perímetro del campo para presionar e insultar a rivales, niños igualmente de nueve a diez años. Que lejos de ofrecerles el ejemplo de la aceptación de los caprichos del deporte, sin nada que ver con la motivación de la práctica de un deporte y de la sana competencia, les incitan al engaño, a la patada, a la agresividad. Que muestran su enorme valentía presionando con insultos y amenazas a un árbitro (desde el año pasado se puede arbitrar con 16 años) que es prácticamente el hermano mayor de los que juegan. 
Entonces piensas si, para cierta gente, los tópicos, lejos de ser algo de lo que huir, son algo a lo que aferrarse. Tópicos que, creen, les imprimen carácter, a falta de otra cosa.

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