diumenge, 28 d’agost del 2011

LOS MANAZAS

Para escribir este post he necesitado hacer uso de dos niveles de crueldad :

La crueldad autoinfringida : ver una película con la práctica seguridad de que no va a gustarme apenas nada.
La crueldad exógena : sacar el escalpelo y no tener la más mínima contemplación, territorio en el que me siento cómodo, cómo no voy a sentirme cómodo practicando un deporte favorito.

Luego viene la cuestión de matizar tanto lo primero como lo segundo.

Decido ver Soldados de Salamina, la película, justo unas semanas despues de haber leído el libro, y a raíz tanto de diversos consejos levemente dispares, como de mi repentina propensión a impartir justicia. Este es el momento, pues la sensación que me dejó el libro es fresca y vívida, aunque esté algo entremezclada con las dejadas por los otros dos libros (sin olvidar la de primera mano que ha representado la reciente entrevista).
La película se deja ver, sin más. Tiene una factura relativamente cuidada y su ritmo narrativo es dinámico, sin hacerse pesada. Nada espectacular en las interpretaciones, el intercalado de imágenes históricas (reales o no) aporta cierto tono muy inocuo de denuncia del conflicto. Tal como se criticó a Cercas, Trueba decanta a la izquierda y no lo intenta ocultar.

Pero, pero, pero.

Podría incluso decir que la película es aceptable si no fuera consciente de todo lo demás.

Aceptaré que la adaptación desmonte la estructura en tres partes de la novela. Este sería un cambio que puede justificarse para no hacer que la película quede excesivamente delimitada en episodios.
Pero este cambio trae otros de la mano. En la tercera parte del libro el personaje de Roberto Bolaño es fiel a la realidad : un escritor que trabaja como vigilante en un camping, hasta que el mundo empieza a apreciar su talento. Lo que yo entendí como un guiño de admiración y amistad por parte de Cercas hacia Bolaño, en la película es fulminado, siendo quien establece el vínculo con Miralles un atolondrado estudiante mexicano, cuya relación es ya mostrada inicialmente: es alumna del narrador. Sería un pecado venial, en otras circunstancias. Pero obviar a Bolaño es un agravante, de qué enorme tamaño. 
Esa sería una razón por sí sola, pero muchas otras la acompañan: primer puñetazo, al hígado, el narrador deja de ser el propio autor, varón, en el libro para ser una mujer en la película. Al parecer había que dar oportunidad de lucimiento a Ariadna Gil, pareja del director (un muy bisoño David Trueba), aunque fuese perpetrando ese destrozo. Encima la convierten en lesbiana, lo que permite conservar el personaje de la novia tarotista, e inventarse una escena tan fuera de lugar como la conversación a través del televisor. Atribulada, se le caen toda clase de cosas en todas las escenas iniciales, detalle que no entiendo qué nos pretende hacer ver del personaje. Se la hace leer en voz alta en todas partes. En una absurda escena un corto plano inicial nos muestra lecturas y discos torpemente desperdigados: Calvino, Green, Flaubert, Villoro, Leonard Cohen, Fermin Muguruza, PJ Harvey. Otro estúpido recurso que acaba no diciendo nada en claro. 
Ariadna Gil (da igual que sea catalana y hermana de músicos) es de una atonía exasperante. 
Luego toda la película, empezando por una música impostadamente otoñal, está dominada por un tono sensiblero que en el libro sólo se muestra en las últimas páginas. El monólogo final, en el taxi, es una apelación lacrimógena completamente fuera de lugar. Para interpretar a un falangista madrileño de la línea más dura no tuvieron idea más feliz que usar un buen actor, sí, Ramon Fontseré, tan bueno como incapaz de disimular de ninguna de las maneras su cerrado acento catalán. Cosa que un cásting decente debería evitar.
En fín, sin llegar a ser una tortura, pues si uno no ha leído el libro y no es muy exigente, puede apreciar la originalidad de la historia, Soldados de Salamina, la película, podría ser punto por punto un manual de los motivos por los cuales un libro debe ser dejado tal cual antes de despojarlo de todos sus matices y modificarlo para procurarse una puesta en escena, e investirse (si director) en una especie de nuevo creador que sólo acaba siendo un mero chapoteo convirtiendo en barro y confusión lo que era casi perfecto. 

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