Creo que aquí ya he dejado muchas muestras de mi escasa o nula afinidad con Artur Mas. Un político que hace muchas cosas que garantizan que no me fíe de él: ir a misa, aprobar recortes, apoyar crueles reformas laborales, pactar con el PP. Algunas en el pasado, otras obligado por las circunstancias, pretextos no le faltarán, pero las ha hecho. Un político cuyo ascenso al poder parecía el colofón de una especie de obsesión personal, tras dos intentos fallidos previos en los que, a pesar de ser cabeza de la lista más votada, estrambóticos acuerdos entre otras listas habían evitado que fuera President. Y resulta que accede a ese cargo en plena época de dificultades y convulsiones, que coincide con la infernal mayoría absoluta que permite al PP reverdecer su filofranquismo. Todo lo cual genera un caldo de cultivo que varios hechos precipitan. Para nada un proceso rápido. Cuatro años que, perdonad, a los de cierta edad nos parecen una eternidad. Cuatro años que se inician cuando el Tribunal Constitucional (el paradigma de la separación de poderes imperante en el estado español) tira para atrás una ley votada por el electorado catalán. Que continúa con las posteriores movilizaciones y la irrupción de diversas asociaciones que, en 2012, empujan a Mas hacia la primera de sus disyuntivas. Recibe el mandato de una manifestación de casi dos millones de personas para que inicie un proceso de constitución de un estado catalán: una república, para más señas. Ese mandato se ratifica y se vuelve más imperativo dos años después y, a medida que ese mandato es más claro y contundente desde la expresión de la gente (mucha gente) en la calle, más clara, contundente e inflexible es la respuesta del gobierno español. No. Muchas veces no, pero con decir el no final ya es suficiente. No a todo, e indiferencia absoluta hacia la magnitud (absoluta y relativa) de las movilizaciones. La gente le aprieta: le ha apretado hoy, fecha clave cuando, a tres semanas de una consulta prohibida de raíz, la gente pide desobediencia y desacato hacia las decisiones del gobierno, la gente pide que la clásica indefinición que ha arrastrado el nacionalismo desleído del partido que Mas lidera se aclare. Entonces Mas debe concretar su posición y cede en su ambigüedad: se declara independentista y se pone al frente, ejecuta una pirueta felina para abanderar una especie de entente cordiale que aglutina movimientos casi antagonistas: se sienta con los independentistas claros, con la izquierda de levísimas raíces marxistas y con la izquierda simpatizante con los círculos libertarios. Encuentran un lugar común, la reivindicación de un estado propio, y tiran adelante. Mientras los escándalos en torno a grandes figuras de su partido salen de debajo de las piedras, mientras todas las encuestas pronostican que ha perdido el apoyo mayoritario a favor de algunos de los que ahora se sientan en esa gran mesa junto a él, Mas se atrinchera no en el poder, sino en la primera línea del poder. Recibe los mandatos, claros y altos: convoque elecciones, inicie el proceso, organice una consulta, desobedezca, no dé un paso atrás. Soñaba con imperar y solo recibe imperativos.
Primera espada. Visible.
Primera espada. Visible.
Pero Mas es un político de largo recorrido. De esos políticos que han pasado muchas noches en hoteles de Madrid, y de esos políticos a los que sus homónimos españoles han cogido del hombro y le han dicho si en el fondo pensamos igual - la cosa neoliberal y capitalista - cuándo se os va a ir la tontería esta de la independencia de la cabeza. Alguno de esos políticos le habrá ido a decir Arturo y todo. Se habrá parado y habrá dicho, es Ártur o es Artur? Esos políticos no se explican su inflexión. No entienden como un señor que venía de vez en cuando desde Barcelona en el primer o segundo puente aéreo, a la que le citaban, que saludaba con una ligera inclinación de cabeza en gestos manifiestos de sumisión, a presidentes de gobiernos centrales o de parlamentos, o a monarcas, ahora se suba a la parra y todo porque la gente le sale a la calle y se lo pide. No creen que eso haya de ser así: no creen que la voluntad que se manifiesta en multitudes tenga legitimidad alguna, coño Ártur, o es Artur, para eso están las elecciones cada cuatro años y hacer lo que nos salga de las narices, la mayoría son políticos la mar de cómodos con la dictacracia que favorece una mayoría absoluta, y, sobre todo, están muy extrañados de lo que este chico que votaba y votará junto a ellos en los grupos liberales del parlamento europeo se haya sublevado de esta manera. Menuda insubordinación. De hecho, confían que el tono ascendente en que lo amenazan le haga entrar en razón.
Segunda espada. Levemente menos visible.
Y el enigma es cómo acabará todo esto. El enigma es en qué lado acabará Mas, si reculará y se presentará en Madrid con una sonrisa de circunstancias y cara de qué buena broma, verdad Mariano, o si se inmolará y aceptará las rentas no políticas sino morales de haberse limitado a ser el ariete, y luego haber quedado ahí, tirado al lado de la puerta, mientras los demás acceden a un castillo que, hoy por hoy, sólo podemos imaginar qué contiene.